No hay nada más retrógrado que tratar desde la igualdad fenómenos que son profundamente desiguales. Se trata de una idea propia de los sistemas autoritarios, que históricamente han buscado sociedades homogéneas para articular un discurso basado en una receta sencilla: dar soluciones simples a problemas complejos en nombre de una presunta igualdad, lo que exige una especie de uniformización desde arriba.

El nacionalismo, en todas sus vertientes, de izquierda y derecha, ha construido su relato histórico en torno a esta idea, lo que explica su interés en arrinconar la diversidad. Probablemente, porque reconocer la complejidad, ya sea referida a los territorios, las personas o las ideas, diluye un mensaje político ciertamente pedestre que pretende superar desde la idea del hombre-nación toda racionalidad basada en los diferentes puntos de partida.

Sin duda, porque a medida que la Ilustración se ha ido alejando del discurso político, ese espacio lo ha ido ocupando la pasión, que históricamente —sobre todo hoy— ha tenido muy buena prensa. La emoción política, de hecho, ha ido sustituyendo de manera cada vez más evidente a la razón política, hasta el punto de que hoy, en pleno derrumbe de las ideologías tradicionales que han configurado el mapa político desde 1945, se vota por oposición al que se considera el adversario político. El color de la bandera, incluso, es lo que determina el voto, como ha sucedido recientemente en Andalucía. En este caso, alentado por el nacionalismo catalán para convertir el espacio público en un teatro de confrontación identitaria.

La emoción política, de hecho, ha ido sustituyendo de manera cada vez más evidente a la razón política

Ese discurso simplista se manifiesta a través de la polarización política y del pensamiento apocalíptico, que es justamente lo contrario a la democracia, donde el pensamiento es racional y matizado. Si las elecciones se convierten en un plebiscito: ‘todos contra Rajoy’; ‘todos contra Sánchez’; ‘todos contra Vox’, la democracia está muerta.

No es, desde luego, un fenómeno nuevo, pero la fragmentación del sistema de partidos refleja el ocaso de la lealtad ideológica. El voto es hoy más que nunca un misil pendenciero, lo que tiene mucho que ver con el descrédito de la democracia liberal representativa, incapaz de atender muchas demandas sociales. Probablemente, porque el liberalismo ha perdido hoy ese carácter moral que estaba en el origen de su nacimiento.

Rebelión popular

Como recordaba hace unos meses ‘The Economist’ a propósito de su 175 aniversario, Europa y América se encuentran en medio de una rebelión popular contra las élites liberales, a quienes se consideran autosuficientes e incapaces de resolver los problemas de la gente común, lo que explica que algunos de los nuevos partidos exploten electoralmente el miedo al inmigrante o la inseguridad ciudadana como causa de sus desdichas. Algunos, como Podemos, llegaron a cuestionar hace pocos años la democracia representativa, lo que en última instancia ha dado alas a los nuevos extremismos.

A este estado de cosas ha ayudado, sin duda, la eclosión de las nuevas tecnologías de la comunicación, que han hecho perder a la prensa tradicional el monopolio de la verdad informativa. Hoy, de hecho, el intelectual que era capaz de iluminar con su prestigio el voto de los electores ha sido sustituido por las redes sociales y por programas de entretenimiento que hablan de política como si se tratara de un partido de fútbol. Una especie de trivialización de la cosa pública —alentada por la mayoría de los medios de comunicación— que convierte a la política en un espectáculo de masas, y que tiene en los sucesos (cuanto más viles, más audiencia) su mayor exponente de repugnancia informativa.

El partido de Santiago Abascal es hoy el caso más evidente, como antes lo fue Podemos, ambos construidos a partir del aprovechamiento de las redes sociales, y aunque ambos fenómenos son completamente diferentes —uno respeta los valores éticos universales como los derechos de los refugiados e inmigrantes y el otro no—, hay pocas dudas de que su irrupción tiene que ver con un voto de castigo a un sistema que muchos consideran corrupto, y hasta degenerado, utilizando un viejo concepto utilizado ampliamente en la Europa totalitaria para calificar a los ‘desviacionistas’.

La endogamia de las élites es cada vez más evidente y los ascensores sociales hace tiempo que han dejado de funcionar por las dificultades de la meritocracia para sobrevivir en un sistema de partidos que funciona como un club cerrado que muestra bola negra, como en los viejos clubes británicos, cuando alguien quiere cambiar las reglas del juego.

La burbuja de las élites

Como señalaba el editorial de ‘The Economist’, poco sospechoso de antiliberalismo, la clase dominante vive en una burbuja. Van a las mismas universidades, se casan entre ellos, viven en las mismas calles y trabajan en las mismas oficinas. Y eso es, precisamente, lo que pretenden quienes solo buscan sociedades homogéneas y ególatras. Pero ni los territorios, cada vez más cosmopolitas, ni las personas son iguales, lo que choca frontalmente con esa concepción uniforme de la sociedad.

Aunque es indiscutible que todos los españoles, con independencia de sus circunstancias personales, son iguales ante la Ley, parece no menos evidente que las políticas públicas deben configurarse como un marco diverso y complejo.

La igualdad ante la Ley es un derecho, pero esas mismas normas deben reconocer la diversidad para ser eficaces y hacer posible la igualdad

El profesor Lucas Verdú llegó a hablar del derecho como un instrumento útil para ordenar la desigualdad que de forma natural genera la sociedad, aunque se pretenda disimular, y que no siempre es producto de la acción de los poderes públicos. Precisamente, porque no es incompatible que todos los españoles sean iguales ante la Ley y, al mismo tiempo, se procure la existencia de normas que buscan la cohesión social y la integración, y que si desaparecieran sería justamente lo contrario al Estado democrático. La igualdad ante la ley es un derecho de los ciudadanos, pero esas mismas normas deben reconocer la diversidad para ser eficaces y hacer posible, precisamente, la igualdad.

Es una obviedad que los problemas de las regiones del centro y noroeste de España —envejecidas y con enorme dispersión demográfica— son diferentes a los de otras regiones del Mediterráneo y Madrid, por lo que parece razonable articular soluciones capaces de atender las necesidades de esos territorios, ya sea en materia sanitaria, educativa o de dependencia. Este es, de hecho, uno de los grandes éxitos de la Constitución, haber acercado la administración a los ciudadanos, lo que explica el enorme salto que ha dado este país en 40 años.

Igualmente, hay otros muchos colectivos que necesitan la acción protectora del Estado más que otros, como las mujeres maltratadas por sus parejas, para lo cual los Estados liberales pusieron en marcha determinadas medidas sociales y sistema fiscales progresivos que discriminaban el pago de impuestos en función de la capacidad económica de cada individuo.

A nadie se le ocurriría pensar que como todos los españoles son iguales ante la ley, todos deben pagar los mismos impuestos. Ni nadie defendería un sistema educativo que no tuviera en cuenta ciertas particularidades cognitivas de los estudiantes. Los ejemplos serían innumerables, y por eso conviene no hacer demagogia con conceptos como igualdad que convenientemente manoseados pueden acabar construyendo sociedades autoritarias.

Lo que sorprende es que partidos como el de Pablo Casado, y también Ciudadanos, colaboren en la legitimación de una especie de nacionalismo ‘blanco’ sin correajes (también por la irresponsable estrategia de Susana Díaz al echar en brazos de Vox al PP y Cs) que está en las antípodas del siglo XXI, donde las sociedades híbridas y mestizas que reconocen toda clase de diversidades se ha ido consolidando al albur de la globalización. Defender el libre comercio y, al mismo tiempo, la sociedad uniformada, como hace Vox, es un atropello a la inteligencia. Y lo que es peor, a los valores morales que nacieron como algo sustancial al liberalismo.

Como recordaba hace unas semanas en este periódico José Antonio Marina, Hamilton, uno de los padres fundadores de EEUU, escribió en ‘El Federalista’: «La historia nos enseña que casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo; se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos».

 

 

FUENTE: ELCONFIDENCIAL