JOSÉ ANTEQUERA

 

Caso Bárcenas, caso Gürtel, caso Púnica, caso Nóos, caso Brugal, caso Bankia, caso Lezo, caso tarjetas black… Diferentes nombres para escándalos de corrupción destapados en la última década que a fin de cuentas remiten a un mismo, único y formidable asunto: el caso Partido Popular. La época marianista pasará a la historia como el año del gran juicio a toda una época oscura, a un régimen político manchado de sospechas y a una forma sucia de entender la política que durante décadas se había sustentado en sobornos, cobro de comisiones, mordidas, redes clientelares, nepotismos, favoritismos, adjudicaciones irregulares, viajes de placer, coches de alta gama, tráfico de obras de arte, cocaína, prostitutas, financiación ilegal y blanqueo de capitales en paraísos fiscales. El estercolero del PP sigue abierto tras una cascada de juicios retransmitidos por televisión en sesiones interminables que han provocado el estupor de miles de ciudadanos atónitos ante el nivel de degradación moral en el que habían caído nuestros gobernantes. Y mientras la Justicia trabaja, el ciudadano se hace la pregunta del millón, nunca mejor dicho: ¿nos devolverán algún día todo lo que nos han arrebatado con alevosía y descaro?

Hasta el momento las medidas que se están adoptando para tratar de restituir los fondos sustraídos al erario público, como la puesta en marcha de la Oficina de Recuperación de Activos –un organismo dependiente del Ministerio de Justicia, pero escasamente dotado de personal, ya que hasta hace poco solo contaba con un empleado a media jornada– no parece que vayan a dar los resultados esperados, al menos a corto plazo. Lo cual resulta alarmante, ya que si repasamos uno por uno cada caso de corrupción del PP que se ha enjuiciado llegaremos a la conclusión de que, por desgracia, los malos casi siempre ganan y terminan saliéndose con la suya en su ambición desmedida por quedarse con una parte del tesoro que robaron en su día. La Oficina de Recuperación de Activos es un órgano de la Administración General del Estado cuya función es auxiliar a los órganos judiciales y fiscalías en la localización, recuperación, conservación, administración y realización de los efectos, bienes, instrumentos y ganancias procedentes de actividades delictivas cometidas en el marco de una organización criminal y en el de los delitos económicos más graves, en concreto los relacionados con el artículo 127 bis del Código Penal (tráfico de drogas, blanqueo de capitales, trata de seres humanos, corrupción, grandes estafas, terrorismo, etc). Lamentablemente, y aunque este órgano es una herramienta adecuada para luchar contra la corrupción, una vez más nos encontramos con la escasez de personal y medios para la investigación, un mal endémico de nuestro país.

 

Para responder a la pregunta de qué pasa con el dinero evadido primero habría que saber a cuánto asciende el expolio total en ayuntamientos, diputaciones provinciales, comunidades autónomas, ministerios y otros organismos oficiales gobernados por el PP, una misión que se antoja poco menos que imposible, ya que al dinero que los corruptos se han llevado en mordidas, sobornos y comisiones habría que añadir los sobrecostes y precios inflados a cuenta de obras faraónicas, servicios no realizados y despilfarros en grandes eventos, así como los miles de millones de euros que se han transferido a empresas privadas beneficiadas irregularmente por adjudicaciones al margen de los procedimientos establecidos por la ley de contratos del Estado. No hace falta decir que ese dinero siempre circula en negro, o lo que es lo mismo: las bolsas de supermercado repletas de billetes y los maletines con fajos de 500 euros no suelen dejar rastro. Ni siquiera los agentes de la UCO de la Guardia Civil y de la UDEF (Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía Nacional) se atreven a dar una cifra aproximada sobre el volumen global de la corrupción en nuestro país, ya que en estos casos el dinero defraudado suele perderse a menudo en laberínticos entramados formados por cuentas bancarias en paraísos fiscales, sociedades interpuestas, inversiones en bienes inmuebles, tanto en España como en el extranjero, y en compraventas de obras de arte, entre otras actividades.

 

Las iniciativas parlamentarias como la pregunta que en su día formuló el líder de Podemos, Pablo Iglesias, al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, para que aclarara el coste total que la corrupción de su partido ha causado a los contribuyentes españoles tampoco sirvió de mucho, ya que el jefe del Ejecutivo ni siquiera se dignó a contestar. Contamos, eso sí, con algunos incipientes estudios generales realizados por expertos en la materia, como el que elaboró la Universidad de Las Palmas en el año 2013, que fija en 40.000 millones de euros el «coste social» de la corrupción en España. Otros análisis van aún más allá en sus estimaciones, como el realizado por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), que cifra el monumental desfalco nacional en casi 87.000 millones de euros anuales –aunque bien es cierto que en ese informe se incluyen no solo los casos que afectan al PP, sino también los del PSOE, CiU y el resto de partidos−. Según el citado cálculo, más de la mitad de lo defraudado, es decir 47.600 millones de euros, se habrían esfumado en sobrecostes por proyectos de obra pública acometidos durante los años de la burbuja inmobiliaria. Los 40.000 millones restantes serían los derivados de forma directa o indirecta de otras actividades ilícitas, como el cobro de comisiones y mordidas, regalos, prebendas y demás favores personales.

La mayoría de los expertos cree que todo ese capital sustraído, malversado o evadido no se recuperará jamás. Los sobrecostes por las obras que se han construido y que han ido a parar a bolsillos ajenos es dinero ya invertido y amortizado y jamás retornará a las arcas del Estado. Hay quien propone ofrecer recompensas a todos aquellos que delaten al gran defraudador, como ha hecho el Tesoro del Gobierno estadounidense, pero ni aun así conseguiríamos reparar el colosal agujero en las cuentas públicas. «Es muy difícil cuantificar todo el dinero que se ha perdido por culpa de la corrupción, pero no menos difícil resulta localizarlo, y en el caso de que se consiga encontrar será todavía más difícil recuperarlo. Hemos avanzado mucho en ese sentido, la UCO y la UDEF disponen de agentes muy capacitados y especializados en nuevas tecnologías. Estamos mejor que hace diez o quince años, pero los corruptos siguen teniendo muchos más medios y además están amparados por el poder, hasta tal punto de que el poder lo forman ellos mismos», asegura a Diario 16 Jesús Lizcano, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y presidente de Transparencia Internacional.

Según esta oenegé, la corrupción nos cuesta a cada español una media de 500 euros cada año. Solo en 2012 el dinero defraudado hizo disminuir un 1 por ciento la riqueza de nuestro país y un estudio elaborado en 2015 por el Cemfi (Centro de Estudios Monetarios y Financieros) –un organismo creado por el Banco de España−, demuestra que la corrupción durante los años de la burbuja inmobiliaria ha impedido que España sea al menos un 20 por ciento más rica. En otras palabras: el pillaje de políticos y empresarios afines ha restado de nuestro potencial económico la friolera de 200.000 millones de euros, un porcentaje importante de los presupuestos generales del Estado con el que se podrían haber mantenido prestaciones por desempleo, pensiones por jubilación y gastos en servicios públicos que como la sanidad y la educación han sufrido severos recortes bajo el mandato de Rajoy.

Lo peor de todo es que, pese a que la investigación policial y judicial ha avanzado notablemente en la maraña de casos que ha afectado al poder del Partido Popular, entre la ciudadanía cada vez más escéptica se ha propagado ampliamente la creencia de que los presuntos implicados, tras pasar unos cuantos años en la cárcel (no demasiados, una vez aplicados los convenientes atenuantes, pactos con la Fiscalía, beneficios penitenciarios e indultos) saldrán en libertad más pronto que tarde para poder disfrutar de los restos de un botín celosamente escondido en algún zulo, cuenta opaca a buen recaudo en un banco extranjero o caja fuerte de un poderoso testaferro en un paraíso fiscal. ¿Qué hay de cierto en esa opinión comúnmente extendida de que el político corrupto, tras cumplir una pena más bien breve y benigna, sale de la prisión con un buen pellizco bajo el brazo (producto de años de robo y saqueo) para gozar holgadamente de un retiro dorado?

Lamentablemente, la experiencia nos dice que no nos faltan razones para desconfiar y hasta para pensar mal. Luis Roldán jamás devolvió el dinero que robó a la Guardia Civil; el banquero Mario Conde consiguió ocultar un buen remanente del Banesto (hasta 14 millones) con el que fue tirando durante un tiempo; y ahora la nueva hornada de presuntos corruptos del PP que nos llega, los Bárcenas, González, Granados, Matas o Rato, parecen seguir los mismos pasos que sus antecesores en la ocultación de un patrimonio amasado ilegalmente y que no les pertenece. Quizá por ello, al ciudadano ya no le basta con que los detenidos acaben en cárceles de alta seguridad que más bien parecen hoteles de lujo con piscina y gimnasio, sino que exige saber qué ha sido de su dinero y la restitución de lo robado a las arcas públicas. Lamentablemente, esta exigencia ciudadana rara vez se ve satisfecha, ya que los prebostes del Gobierno popular implicados en los últimos escándalos, esos mismos gobernantes que van de fervorosos patriotas pero que tienen el dinero bien amasado en Suiza o en las Caimán, disponen de los mejores abogados, de buenos contactos en el extranjero, de fieles testaferros, de sociedades offshore que se pierden en refugios caribeños y de suficientes herramientas financieras como para poner a buen recaudo su botín hasta que, una vez saldada su deuda con la Justicia, llegue el día de salir de prisión y gozar de su ilícita fortuna.