Corría el mes de abril de 1991. El día 26 apareció en la prensa la transcripción de una conversación telefónica privada entre Txiki Benegas, a la sazón Secretario de Organización del PSOE, y el polifacético periodista y empresario Germán Álvarez Blanco, en la que se referían al presidente del Gobierno, Felipe González, como el “one”, al vicepresidente, Narcis Serra, como “el catalán” y al Ministro de Economía, Calos Solchaga, como “el enano”.
Más adelante, intervino Fernando Múgica, presidente del PSE-PSOE de Guipúzcoa, que elevó la apuesta al referirse a Felipe González como “Dios” (escrito con de mayúscula en la transcripción), que se ve que era uno de los motes que le daban al presidente los más destacados militantes del PSOE.
Los teléfonos móviles en aquellos tiempos eran unos aparatosos artilugios que más bien sólo se veían en las películas norteamericanas, normalmente en el asiento trasero de la limosina de algún magnate o narco, pues aún distaban mucho de estar al alcance del bolsillo de cualquiera. Desde el primer momento, empero, los políticos se enamoraron locamente de esos aparatos y de todos y cada uno de los nuevos modelos que inundarían el mercado a partir de entonces y hasta el día de hoy.
Tal era su afición que poco o nada les importaba que sus conversaciones podrían ser fácilmente interceptadas, grabadas o, como tantas veces ha ocurrido, utilizadas en su contra. Por otro lado, es innegable la fascinación e incluso el morbo que suscita poder leer (o escuchar) las conversaciones privadas incriminatorias de dirigentes de toda ralea, máxime con el estallido de cada nuevo caso de corrupción.
Ahora ya casi no queda mandatario que no haya hecho uso imprudente de su móvil, cuenta de Facebook o Twitter
¿Quién no se acuerda del inefable Alfonso Rus, el presidente de la Diputación de Valencia, contando billetes? “…3.000. 4.000, 5.000, 6.000… 12.000 euros, dos millones de pelas.” ¿Es que no sabía que le podían estar espiando?
Ahora ya casi no queda mandatario que no haya hecho uso imprudente de su móvil, cuenta de Facebook o Twitter. Sin ir más lejos, ahí están Hillary Clinton, Donald Trump y el yerno de éste, Jared Kushner; o bien Angela Merkel y Emmanuel Macron, por no hablar de las sospechas en cuanto a la inferencia de Moscú en las primarias y elecciones presidenciales en Estados Unidos, Francia y vayan a saber cuántos países más. Si las sospechas son o no fundadas importa poco en estos tiempos de fake news.
El primer intercambio de correos electrónicos entre mandatarios se produjo los días 4 y 5 de febrero de 1994 cuando el premier sueco, Carl Bildt, utilizó este novedoso medio para felicitarle al presidente Bill Clinton su decisión de levantar el embargo que su país mantenía contra Vietnam, y que aprovechó para proclamar el liderazgo de Suecia en las nuevas tecnologías.
Clinton, seguramente cogido por sorpresa, no le contestó hasta el día siguiente. Le dijo a Bildt en su correo que apreciaba su entusiasmo por las tecnologías emergentes y que esta demostración de comunicación electrónica “es un importante paso en el camino hacia la construcción de una autopista de información global”.
La autopista de la información global resultó ser un autobahn sin peajes o límite de velocidad, en la que las restricciones inherentes a la diplomacia tradicional se irían cayendo en el olvido
Dicha autopista resultó ser un autobahn sin peajes o límite de velocidad, en la que las restricciones inherentes a la diplomacia tradicional se irían cayendo en el olvido ante el inexorable avance de las redes sociales. El concienzudo análisis y los sabios consejos de los expertos sobran una vez la diplomacia haya sido reducida a un rápido intercambio de tuits.
Jack Dorsey, uno de los cofundadores de Twitter, envió el primer tuit el día 21 de marzo de 2006. Al cabo de tres años, se había enviado mil millones. Facebook cuenta hoy con más de 1,500 millones de usuarios, cifra que no para de crecer; y más del 80% de mandatarios tiene un cuenta en Twitter. El papa Francisco es seguido en Twitter por 20 millones de personas.
Si todo esto no fuera suficiente, empieza a haber embajadas virtuales, como las de EE.UU o el Reino Unido en Teherán. Estonia, por su parte, promociona nada menos que el acceso a la ciudadanía nacional online. Kosovo, cuya proclamación de independencia en el 2008 sólo ha sido reconocida por un puñado de países, ha encontrado no obstante una salida en las redes sociales, que emplea hábilmente para atraer inversiones.
La diplomacia digital parece tan moderna, rápida y fácil que son escasísimos los usuarios conscientes de los riesgos que conlleva, pese a los numerosos escándalos denunciados y, luego, comprobados. Los parlamentarios se pasan el día intercambiando tuits, haciendo oídos sordos la mayor parte del tiempo a cuanto se dice en la Cámara. Abundan los insultos, las descalificaciones y las mentiras.
La diplomacia digital parece tan moderna, rápida y fácil que son escasísimos los usuarios conscientes de los riesgos que conlleva, pese a los numerosos escándalos denunciados
¿Cuánto falta para que, ante la tentación de entregarse por completo a los encantos de la diplomacia digital, las cumbres de líderes dejen de celebrarse, así evitando el engorro de tener que desplazarse a lejanos lugares muy poco apetecibles o peligrosos? ¿Sería esto positivo? ¿Para quién?
Ahora bien, además de garantizar la seguridad física de las personas, sean o no mandatarios, los gobiernos han de proteger toda información reservada amén de los datos de los ciudadanos. En 2015, los países de la UE se gastaron en seguridad –un 1,8% del PIB conjunto- más que en sus Ejércitos –no pasó del 1,4%-. En cambio, sólo destinaron el 0,8% a la protección del medio ambiente. Sea como sea, nada justifica el mal uso que hacen los políticos de sus móviles y redes sociales.
La información constatada está siendo reemplazada por bots, o perfiles falsos puestos en circulación con ganas de enredar. Rusia ha sido acusada de estar detrás de gran parte de ellos. Pero vengan de donde vengan, son extraordinariamente eficaces: las noticias falsas arrasan.
Llegados a este punto, ¿no es hora de quitarles a los políticos esos juguetes que ponen en entredicho nada menos que nuestra seguridad y hasta el sistema democrático? La broma ha llegado demasiado lejos. Que vuelva la diplomacia y recuperen los políticos la capacidad de escuchar, razonar y gobernar sin exponerse innecesariamente a interferencias ajenas. ¿O ya es demasiado tarde? Pronto lo sabremos. En nuestra cuenta de Twitter, claro.