Reflexiones sobre la “ocupación” política de las Administraciones Públicas
Es de conocimiento general que la Administración Local se ha convertido en los tiempos que corren en uno de los escenarios favoritos para los transgresores de la Ley. Un elemento coadyuvante en este estado de cosas ha sido, a nuestro juicio, la infrautilización de los medios humanos de control legal de los que disponen las entidades locales. Concretamente me refiero en este caso a la mengua de las atribuciones asignadas a determinados funcionarios directivos de dicha Administración, quienes desempeñaban una eficaz función de garantes de las normas establecidas frente a estos desmanes. En esta apreciación centraré mi atención en el Secretario General de las Corporaciones Locales; ese guerrero solitario que en muchas ocasiones realiza su labor en tierra hostil, tropezando con la actitud de determinados políticos, abiertamente disconformes con un personal nada propicio a secundar sus poco ortodoxos comportamientos.
Es harto sabido que una buena parte de los militantes de la política quieren bajo su mandato a funcionarios sumisos, cuando no genuflexos, y cuando estos últimos no se pliegan a sus requerimientos, con frecuencia son represaliados. Podría escribirse un amplio anecdotario de estas actividades dictatoriales, catalogables en un apéndice de “La Historia Universal de la Infamia” de Borges. A modo de ejemplo, citaré el caso especialmente llamativo de aquel secretario al que se le prohibió el acceso a su despacho oficial -acompañada esta medida de unas vacaciones forzosas indefinidas- decretadas por un alcalde Marbellí de los años 80-90, conocido tristemente por sus abruptas maneras y padre fundador de las infracciones urbanísticas y otras prácticas pecaminosas. La razón que motivó esta denigrante conducta, fue la rebeldía mostrada por nuestra víctima a las órdenes contrarias a la Ley, provenientes de tan singular personaje. No quiero incurrir en la injusticia que se suele cometer cuando se generaliza, y no es éste mi propósito. Tengo la certeza de que la mayoría de nuestros regidores son rectos y honrados en sus quehaceres, pero sería de una preocupante ceguera no percibir que todavía en el paisaje municipal menudean ejemplares de la clase política que no se mueven en el terreno de lo modélico.
Volviendo al comienzo de estas breves consideraciones, debo subrayar que para la supervivencia de un Estado de Derecho es crucial la existencia dentro de su Administración de un funcionario altamente cualificado e independiente, cuya misión principal consista en preservar el ordenamiento jurídico de los embates de quienes se afanen en conculcarlo. En este sentido, la actuación de los secretarios municipales ha constituido siempre una pieza básica dentro de su jurisdicción para el logro de este objetivo primordial. Nace la figura de este funcionario nada menos que con la Constitución de Cádiz de 1812. Su artículo 320 disponía que habría un secretario en todo Ayuntamiento, “elegido por éste a pluralidad absoluta de votos y dotado de los fondos del común”. Posteriormente, en 1905, el Reglamento Municipal de Secretarios reguló con más detalle sus atribuciones, destacando principalmente su función de fedatario público.
Recogiendo ya el imperativo reflejado en el art. 143 del Reglamento de Funcionarios de Administración Local de 30 de Mayo de 1952, el art. 413-3 de la Ley de Bases de Régimen Local de 24 de Junio de 1955 prescribía la obligación por parte de los secretarios en interventores de advertir de las ilegalidades observadas en sus respectivas competencias, apercibiendo a unos y otros de las responsabilidades en que podrían incurrir en la hipótesis de contravenir este precepto. El art. 413-4 de la mentada Ley de Bases hacía expresa referencia a un instrumento de singular valor -profiláctico cabría calificarlo-, al que por su particular relieve volveremos más adelante.
Lo cierto es que esta responsabilidad esencial encomendada a los secretarios municipales como veladores del ordenamiento jurídico en lo que concernía a su actividad profesional, sufrió un serio quebranto a raíz de la Ley 7/85 de 2 de Abril, y disposiciones concordantes. Su labor quedó reducida (muy cercenada en la práctica por la intromisión de, llamémosle, agentes foráneos y por otras circunstancias difíciles de explicar y más de entender) a la fe pública y al asesoramiento legal perceptivo. Por si fuera poco, la LBRL y el RD 1174/1987 derogan la advertencia de ilegalidad que siempre incumbió a los mentados técnicos. Se desconoce -o quizá no- la razón de esta mengua competencial. No sabemos si es temerario pensar que la engorrosa presencia de estos funcionarios para algunos gobernantes (sus objeciones legales a los pretensiones de ciertos mandatarios municipales), fue el elemento determinante que explica de hecho esta merma en su rango profesional y en el ejercicio de sus atribuciones. Alienta esta sospecha en el reciente RD 128/2018 de 16 de Marzo, por el que se estatuye el Régimen jurídico de los funcionarios de Administración Local con habilitación de carácter nacional, y en el que se otorga cada vez mayor prevalencia, a la hora de acceder a un puesto de trabajo de los reservados a los meritados funcionarios, al arbitrario, más que discrecional, sistema de “libre designación”, en lugar de la modalidad incontrovertiblemente más justa y objetiva del “concurso de méritos”. Un ejemplo más de la intromisión de la política en los recovecos de la Administración. No hace falta desplegar una gran perspicacia para percatarse que la “libre designación” entraña un grave riesgo: la posibilidad real de crear un lazo de dependencia entre los funcionarios designados a través de esta vía y la entidad que los nombró. Creemos, como muchos, que el secretario municipal, en beneficio de la comunidad a la que sirve, debe verse libre de potenciales ataduras en su desenvolvimiento profesional y recuperar al mismo tiempo las partes más sustanciales de sus antiguas competencias, entre ellas fundamentalmente la “advertencia de ilegalidad”, hoy infelizmente desaparecida, y que tenía un alto valor preventivo y disuasorio para atajar a tiempo eventuales tropelías. Este mecanismo, recogido en el aludido art. 413-4 de la calendada Ley de Bases de Régimen Local de 24 de Junio de 1955, disponía de que “Si no obstante la advertencia por manifiesta ilegalidad realizada por el Secretario o el Interventor, según los casos, fuese tomado el acuerdo reparado, aquellos funcionarios están obligados, bajo su responsabilidad, a remitir al Gobernador Civil de la Provincia, en el plazo de tres días, certificación de la resolución adoptada y de la advertencia formulada”. Este instrumento tenía la gran virtud, en el supuesto de estimarse o confirmarse dicha advertencia, de paralizar cautelarmente la resolución objetada a la espera de la decisión que dictase en su momento la respectiva jurisdicción contenciosa administrativa. Es evidente que de sobrevivir en la actualidad esta herramienta, un buen porcentaje de esos comportamientos lesivos para los intereses públicos municipales se evitarían, antes de entrar en la condición de hechos consumados. De producirse el rescate de este instrumento, por el que abogamos desde estas páginas sin vacilación, sería insoslayable adecuar su redacción a la situación actual. La autoridad receptora de esta advertencia previa de ilegalidad, no podría ser lógicamente el Gobernador Civil (figura ya desaparecida), sino la instancia judicial competente. Constatada por ésta la inadecuación a la Ley de la resolución reparada, el procedimiento a seguir podría ser similar al acabado de exponer. Teniendo en cuenta el alto volumen de trabajo que recae actualmente sobre nuestros jueces, sería del todo preciso para la efectividad de esta medida dotar a los mismos de recursos humanos y materiales para poder atender cumplidamente esta esencial tarea adicional.
Me refería sucintamente en un párrafo precedente a la absoluta independencia de la que debe disponer el secretario municipal para poder ejercer sin cortapisas las tareas que recaen sobre él, al abrigo de cualquier maquinación que pueda mediatizarlo. A este respecto, la independencia retributiva es incuestionable. En más de una ocasión los incentivos salariales propios de cada Ayuntamiento a su personal -me contraigo a los de carácter voluntario- son desviados de su finalidad específica para destinarlos a premiar la fidelidad o penalizar la resistencia de quienes se muestran remisos a los dictados de sus superiores. Es ocioso subrayar que esta mezquina práctica puede representar un peligro cierto que puede afectar a la objetividad con que debe conducirse todo funcionario, y más aún de aquellos sobre quienes pesan responsabilidades más delicadas y de mayor responsabilidad.
Dedicatoria-. A decenas de miles de funcionarios ejemplares barridos por los partidos, muy especialmente a los profesionales municipales y autonómicos que ejercen como Secretarios Generales e Interventores.