La tradición política socialista originada en la Revolución Francesa tiene como piedra filosofal la tesis acuñada por Rousseau y Voltaire según la cual: “ninguna ley hecha por los muertos tiene valor, solo la que promulgan los vivos”. Esta concepción adanista de la vida política niega las tradiciones -para Chesterton, “la democracia extendida en el tiempo”– culturales, sociales y políticas y, por tanto, se sitúa en las antípodas de la epistemología evolucionista que descubierta en la España escolástica de los siglos XVI y XVII, desde Darwin hasta nuestros días domina todas las ciencias.
Mucho antes que Darwin, Bernard Mandeville y luego David Hume hicieron de la idea de evolución un lugar común en las ciencias sociales del siglo XIX y sentaron las bases del paradigma clásico del crecimiento espontáneo de estructuras sociales ordenadas: del derecho y la moral, del lenguaje, del mercado, del dinero y también del crecimiento del conocimiento tecnológico.
Frente a esta manera “liberal” de explicar nuestro mundo, hubo otra denominada “racionalista”, protagonizada por los padres del socialismo: Rouseau, Descartes y Voltaire cuya fe en el poder ilimitado de la autoridad dio lugar a los totalitarismos políticos que tan desastrosas consecuencias sociales y económicas generaron el pasado siglo en Europa.
Esta concepción democrática liberal alcanzó su mayoría de edad en forma de constitución escrita en EEUU y desde entonces domina por completo el mundo civilizado
Sentadas estas bases filosóficas históricas, llama la atención que el socialismo español -salvo en tiempos de Felipe González– siempre tan radical y afrancesado -por su Revolución- y por tanto tan proclive al “borrón y cuenta nueva” esté reivindicando ahora el regreso al viejo régimen con motivo de los indultos a los confesos culpables del frustrado golpe de Estado en Cataluña.
Frente a la voluntad general rousseauniana que otorga unos poderes ilimitados a las mayorías emergió y se desarrolló evolutivamente en Inglaterra un sistema democrático basado en el respeto a la ley –previamente existente-, la defensa de la libertad individual y el poder limitado de los gobiernos. Esta concepción democrática liberal alcanzó su mayoría de edad en forma de constitución escrita en EEUU y desde entonces domina por completo el mundo civilizado, incluida la Francia post-revolucionaria. Una pieza esencial del constitucionalismo liberal es la división de poderes que postulara Montesquieu, convertida desde entonces en el eje del Estado de Derecho.
Es bien conocido que el socialismo español nunca ha sido amigo –ni siquiera en tiempos de Felipe González– de la división de poderes ni por tanto de la limitación del poder del Estado ni del respeto a la libertad individual, oponiendo a la clásica e incuestionable democracia liberal la democracia totalitaria formulada por Rousseau según la cual quien detenta -asambleariamente– el poder debe tener a sus incontestables órdenes tanto el parlamento como la justicia.
La ‘voluntad democrática’
Recientemente, incluso alguien tan sensato -sobre el tema catalán y el respeto a nuestra constitución- como Alfonso Guerra ha argumentado a favor del sometimiento del Poder Judicial al Parlamento, porque la “voluntad democrática” debe estar por encima de la justicia y consecuentemente de la libertad y la interpretación de las leyes por los jueces.
En la patria de la verdadera democracia, la americana que tan brillantemente glosara Alexis Tocqueville, los padres de su constitución -quizás la más brillante generación de filósofos políticos de la historia- muy raramente utilizaron en sus numerosos y muy concienzudos escritos la palabra democracia que más tarde, en forma de ‘voluntad general’ reivindicarían los revolucionarios franceses para pervertirla para siempre.
En España, la izquierda siempre se ha sentido dueña de la democracia, obviamente totalitaria, que sólo ha cosechado desastres allá donde se aplicó; incluida la Francia revolucionaria, no la posterior y actual heredera directa de la democracia liberal americana.
Sánchez ha resucitado una decimonónica ley de tiempos de las monarquías absolutas contradiciendo así el típico espíritu adanista que inspira todo socialismo
En las circunstancias descritas, el Gobierno de Sánchez, ante la imposibilidad de someter al Poder Judicial para otorgar los indultos que como moneda de cambio necesita para seguir mal-gobernando, ha resucitado una decimonónica ley de tiempos de las monarquías absolutas contradiciendo así el típico espíritu adanista que inspira todo socialismo.
La ya muy demostrada capacidad camaleónica de Sánchez, sustentada en una asombrosa carencia de integridad moral –pensar, decir y hacer lo mismo-, alcanza ahora una nueva cima: la reivindicación de la monarquía absoluta –que tanto han venido detestando los socialistas – para mayor gloria, es de esperar que por poco tiempo, del mas inescrupuloso gobernante del que se tiene noticia.
FUENTE: VOZPOPULI