En 2016, los profesores norteamericanos Christopher Achen y Larry Bartels publicaron un esclarecedor estudio en el que, bajo el título Democracia para realistas, se adentraban por un camino abierto por Schumpeter cuando el gran economista mostró su perplejidad por cómo la gente corriente, en lo que atañe a la política, rebaja su rendimiento mental. Así, para el padre de la teoría de la destrucción creativa, el ciudadano resuelve la papeleta de un modo que él mismo calificaría de pueril e inconsciente si estuviera afrontando asuntos más privativos.
En su cura de realismo sobre «el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado», ambos politólogos razonan que la competencia política castiga a quienes cuentan verdades amargas y premia a quienes prometen todo a todo el mundo. Los votantes suelen tener memoria de pez y acostumbran a impermeabilizarse ante las malas noticias. Ello aclara por qué Zapatero, con su sonrisa hecha mueca, mejoró sus resultados en 2008 y fue reelegido con el ventarrón de la crisis sacudiendo postigos de ventanas y puertas, y asimismo su sucedáneo Sánchez encabeza las encuestas del 28-A con su mismo manual e instinto de poder.
En vez de ajustar cuentas con los gobernantes que no están a la altura, según Achen y Bartels, los ciudadanos desperdician la oportunidad dejándose llevar por emociones o prejuicios. Como la gente del común está muy atareada con sus cosas, posee escaso interés por la política y se queda en los titulares de la prensa, cuando no en las desfiguraciones de las redes sociales, donde las falsas noticias desplazan a las verdaderas, los electores se guían por lealtades e identidades de grupo imposibilitando cualquier diagnóstico ecuánime. Lo ilustra la anécdota del visitante irlandés al que, en plena guerra del Ulster, le inquirieron si era católico o protestante. Al contestar que era ateo, sus anfitriones insistieron: «Sí, sí, lo comprendemos. Pero ¿es un ateo protestante o un ateo católico?».
A tenor del estudio, se concluiría, pues, que el cuerpo electoral actúa movido por las emociones y, si acaso, por sucesos próximos a la contienda, tamizados por su identidad social. Ello explicaría el impacto que tuvo la muerte de dos bañistas a dentelladas de los tiburones en las playas de Beach Heaven y Spring Lake en las elecciones norteamericanas de 1916: el presidente Wilson perdió en su Estado natal de Nueva Jersey cerca del 10% de los votos de cuatro años antes y se puso en peligro su ratificación debido al enojo y pánico sembrado por los escualos. Por eso, habrá que ver qué percusión tiene la Semana de Pasión de Sánchez, quien la inició creyéndose Jesús entrando en Jerusalén a lomos de borriquita y ha terminado hecho un Ecce homo. Todo por cometer el peor pecado en el que puede incurrir un político -mucho menos en los días de punto en blanco de la campaña-: el de la arrogancia.
El traspié ha sido a cuenta de su negativa a debatir con PP, Cs y Podemos tras desbaratarle la Junta Electoral Central su estrategia de hacerlo sólo donde estuviera Vox. Pretendía valerse de la derecha radical para desviar la atención sobre el radicalismo de sus socios de investidura Frankenstein. Si ya pasmaba, viendo sus excesos y abusos con los medios públicos -desde el Falcon a RTVE, pasando por el CIS, entes estos dos a los que ha cubierto de desprestigio-, permitiéndose arrogancias con 85 escurridos escaños que ni González en la cima de su absoluto poder con más de 200, su altivez adquirió un punto delirante de dios menor al intentar que no hubiera debate alguno. «¡Qué remedio!», fue la reacción desabrida de quien, en la oposición, incluyó por dos veces en su programa la obligatoriedad de los debates que ahora repele si no son de su conveniencia.
Empero, tras propinarle una patada al tablero de ajedrez con regodeo de niño mal criado, hasta que sus asesores se han apercibido del alto coste de una decisión tan desatentada, no le ha quedado otra que resignarse a recoger las piezas y devolverlas al tablero para reemprender la partida. Así, se ve obligado a un debate por partida doble en el que la cuestión estriba en elucidar, parafraseando el soneto de Lope de Vega, ¿qué esconde Sánchez que su amistad procuran declarados enemigos de España?
Durante estas semanas de Cuaresma y Pasión, ha rehuido cualquier pregunta relativa a sus socios de investidura valiéndose de martingalas varias, cuando en estas elecciones no hay materia que más afecte al porvenir de los españoles. Cada vez que le inquieren que despeje esta incógnita o aclare el futuro de los golpistas del 1-0, quienes anuncian por adelantado su disposición a investirlo nuevamente, a modo de cheque en blanco, pero cuyo coste nadie puede ignorar, Sánchez sufre la paralización del ciempiés, incapaz de responder al sapo cuando éste le requirió que le enseñase cómo movía todas sus patas a la vez.
Se le atraganta casi como a Rajoy cuando le referían el SMS en el que animaba al tesorero Bárcenas a que Luis fuera fuerte ante su encrucijada penitenciaria. Cuánto más le interrogan, más se azoraba, por mucho que ensayara ante el espejo. No obstante, Rajoy logró, antes de tirar la toalla en una investidura que no supo por dónde le venía el aire, salvar dos bolas de partido en los cónclaves de 2015 y 2016 por el miedo a Podemos hasta que la tibia aplicación del 155 con el exclusivo objetivo de convocar a las urnas, movió a la deserción del electorado del PP. Se fraccionó en tres echando por tierra el trabajo refundador de Aznar de evitar ninguna otra fuerza paredaña con el PSOE y que nada creciera a su derecha.
Por eso, han hecho muy bien PP y Cs, después de jornadas mordiéndose los zancajos y polemizando sobre bizantinismos como los que periclitaron el Imperio Romano de Oriente al cabo de 11 siglos en favor de los turcos otomanos, en llevar el campo electoral a Cataluña y al País Vasco. En estos predios, la amenaza independentista es una certeza y clarividencia su faz más totalitaria, pese a los silencios de Sánchez y sus esfuerzos por maquillar a quienes lo hicieron presidente de circunstancias y arden en deseos de retornar a hacerlo.
Conviene no perder de vista que el documento de la claudicación de Pedralbes con Torra sigue sobre la mesa del Consejo de Ministros -el Gobierno se ha limitado a dejarlo en suspenso, pero no lo ha anulado- y el programa del PSOE, aunque se le haya puesto sordina, sigue remitiéndose a la Declaración de Barcelona suscrita por el PSOE y el PSC el 14 de julio de 2017. Esta carta de intenciones apuesta por una España plurinacional, así como por recuperar los artículos del Estatut suprimidos por inconstitucionales, entre ellos que Cataluña disponga de Justicia propia. Ni que decir tiene que ello hubiera imposibilitado un juicio como el del 1-0 con unos tribunales sumisos a aquellos a los que habría de juzgar como se comprueba con unas prisiones que parecen las casas de tócame Roque para los señores feudales del nacionalismo.
La Declaración de Barcelona socialista viene a ser una adaptación, al cabo de 30 años, de aquella otra que, con igual denominación, rubricaron los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos en julio de 1998, en defensa de un Estado plurinacional. Pocos cavilaban que aquellas minorías etnicistas pondrían patas arriba la estabilidad española hasta rayar su balcanización. Aquel pronunciamiento en pro del Estado plurinacional de PNV, CiU y BNG frente a la feble victoria de Aznar y que luego se constituiría en eje de la España multipolar de Zapatero, con la variante de la incorporación de ERC en lugar de CiU, adquiría carta de naturaleza por el PSOE en 2016 en otra Declaración de Barcelona. A modo de pago tributario, Sánchez le agradecía al PSC y a Iceta que le hubieran ayudado a resistir la ofensiva de los barones territoriales tras ganar las primarias de 2014 y a retornar al mando de Ferraz en 2017 tras su episódica defenestración.
En la Declaración de Barcelona del nacionalismo se sentaron las bases del cambio de régimen constitucional que se abre paso al asumir el PSOE parte nuclear de sus postulados, después de que antes hiciera un intento de darle réplica mediante los tres tenores, Bono, Chaves e Ibarra, únicos presidentes autonómicos socialistas por entonces, en defensa de la Constitución del 78 como garante de la igualdad entre españoles. A la postre, los socialistas fueron girando hacia los nacionalismos como manera de llegar a La Moncloa a cualquier precio, en lugar de enfrentarse a ellos. No les importó poner en solfa la Constitución. Como si la Transición fuera parte de un paréntesis que cumpliera cerrar cuanto antes y enjalbegar el fracaso de la II República volviendo a revivir episodios ya superados.
Paso a paso, el nacionalismo ha ido desvirtuando al PSOE. Así, González se refería a la «España diversa», consciente de que el pluralismo tiene que ver con las ideas y no con las identidades; pasando luego Zapatero a hablar de la «España plural» y ahora Sánchez de la «España plurinacional». Dos presidentes estos últimos, por cierto, que ni siquiera tienen claro lo que es una nación. Para uno, es un concepto discutido y discutible, y el otro no le perdonará jamás a Patxi López que le espetara en las primarias aquello de «vamos a ver, Pedro, ¿tú sabes lo que es una nación?». El ex lehendakari no tuvo respuesta, pero sí escarmiento por decir que el hoy presidente estaba desnudo. ¡Cómo no entender, por contra, la felicidad que le produjo a Otegi que un presidente como Zapatero «acepte la evidencia de naciones distintas a la española» y que ahora Sánchez siga su senda!
No hace falta haber leído a Richelieu para saber que un buen político es aquel que sabe cuándo abandonar los principios y, si para conservar el poder, hay que reconocer que España es un Estado plurinacional se hace desandando su historia que entronca con la Revolución Francesa y que tiene su mejor expresión en la tumba de Marat: Unité, Indivisibilité de la République; Liberté, Egalité, Fraternité.
De momento, la estrategia que se prevé suicida para la nación española le está reportando notables éxitos a corto plazo a Sánchez. Al igual que Zapatero en la campaña de 2008, trata de inducir a los ciudadanos, dándole la vuelta a la realidad, de que necesita un mayor respaldo para librarse de las ligaduras que le atan al potro de tortura de las minorías nacionalistas. Con esa pamema, Zapatero mejoró su resultado del 2004 y no cejó -como era palmario- en su entreguismo hasta que se desplomó el suelo bajo sus pies a causa de la crisis.
Como aquel hizo en cuanto se cerraron las urnas, Sánchez retornará a emparejarse a los nacionalistas, tras una postiza porfía. No en vano, tras el referéndum ilegal del 1-O, no se le ha ocurrido otra que premiar a los golpistas ofreciendo más autogobierno. A ellos, de seguro, prodigará las correspondientes medidas de gracia. Una burla a la Justicia y al Estado de derecho, salvo que los españoles se planten en las urnas.
No cabe mayor prueba de realidad para una democracia para realistas a los que el miedo a la verdad no les conduzca al autoengaño. Como escribe el escritor y guionista francés Éric Vuillard en El orden del día, premio Goncourt 2017, las mayores catástrofes, a menudo, se anuncian paso a paso. «Nunca se cae dos veces en el mismo abismo -concluye Vuillard-, pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y terror».