Hay buenas razones para odiar a Ciudadanos y esta semana han aflorado algunas de ellas. A medida que el partido de Albert Rivera se va aproximando a la idea que se propuso defender en el congreso refundacional de Coslada del pasado febrero, cuando renunció a la socialdemocracia para abrazar el liberalismo, la inquina transversal de la partidocracia española irá confluyendo en un mismo y ancho cauce de resentimiento. Quienes conocemos un poco a los spin doctors de los partidos establecidos -y a sus clientes- nos explicamos muy bien que anden todos afanándose en dibujar sobre la foto de Rivera un bigote hitleriano, o en señalar su lampiño amateurismo, pero eso no se debe solo a las encuestas. Se debe a la odiosa disonancia cognitiva que la consolidación del centro crea en los detentadores del discurso político, sean de izquierdas o de derechas, nacionalistas o populistas. Hay por tanto razones profundas para odiar a Cs, pero todas las que hay se pueden resumir en dos: la libertad y la igualdad.

Libertad es una palabra que suena bien pero cuyo significado casi nadie comparte porque entraña dolorosas renuncias. Desear ser libre significa primero atribuirse la capacidad de responder por las propias decisiones, lo cual te exilia para siempre del confortable país de la queja, y significa después asumir que cada decisión tomada excluye todas las alternativas. Decidir es renunciar. Solo cuando eres niño lo quieres todo, pero la vida te enseña -a menudo demasiado tarde- que lo primero que debes elegir son los descartes, lo que no quieres ser, de modo que un día puedas vivir reconciliado con el hombre del espejo con el que finalmente te quedaste. La libertad a menudo depara soledad, intemperie sentimental, mediática o parlamentaria. La compañía da calor pero enajena la voluntad, a veces a inquilinos indeseables. Solo amamos lo que elegimos tener. Por eso la propiedad privada vence siempre al colectivismo: porque a la larga nadie quiere vivir sin amor. Lenin nunca amó y de ahí su réplica: libertad, para qué.

Luego está la igualdad. Todos la invocan en público y todos la odian en secreto. Por eso fracasó el comunismo y por eso triunfa el nacionalismo: porque lo último que en esta vida desea un hombre, o una mujer, es ser igual que su vecino. O su vecina. Hubo de venir la Ilustración a notificarle a nuestro supremacista interior que ningún ciudadano es más que otro si no hace más que otro, y que la igualdad de oportunidades es tan justa como la desigualdad de resultados.

También se puede odiar a Ciudadanos por la enojosa juventud, la cursilería del coaching o el irreverente desdén hacia tradiciones tan nuestras como el cainismo o el enchufismo. Pero aún queda mucho por odiarles hasta que acaben en Moncloa.

 

 

 

 

 

 

FUENTE: ELMUNDO