La vida física de la mayoría de los hombres es eso que arranca tras un “no hay huevos”. Lo observo, atónita, desde pequeña, con la cejilla levantada y cruzando dos dedos por debajo del vestido, no quiera dios que se me maten los niños: andan los chavales medio soliviantados, dando imperceptibles saltitos, aguardando un reto que involucre al cuerpo y que les resucite la carne. Buscan una aventura temeraria y lúdica para recordarse machos, para sentirse las extremidades y la espalda, el torso invencible y el falo. Yo les he visto desde críos encaramarse a vallas de pinchos –¡y ni siquiera por rescatar un balón!, sino por placer sin cortar-, saltar desde acantilados rocosos, colgar las piernas desde árboles infinitos, tirarse botellas a la cabeza, levantar pesos absurdos y golpearse entre ellos con fuerza bruta mientras por dentro se respetaban más y más.
Necesitaban reivindicarse en el grupo. Medirse. Encontrar su lugar. Demostrar algo: ¿acaso la hombría? ¿Es la masculinidad dominante un hecho del que dejar constancia arriesgando el pescuezo? ¿Cómo de necesaria es la exposición al dolor para la autoafirmación del varón? ¿Hasta dónde este ridículo?
Yo les he visto, ya les digo, y me he visto a mí misma de adolescente empapando un algodón en betadine, como una paciente enfermera de guerra, y colocándolo sobre la brecha de la frente de un amigo. “No pasa nada, no pasa nada”, repetía él. “Sí pasa: eres gilipollas”, le respondía yo, con todo el amor que me cabía en el pecho. Él se reía de su propia travesura. Dolía un poco, pero se pasaba al siguiente “no hay huevos”. Emoción reinaugurada. Cómo les pone la sangre cuando es suya y qué sensibles son luego cuando atisban una manchita de regla en el colchón. Los hombres y los glóbulos rojos. Da para documental.
Lo pensaba esta semana, a cuento del esperpéntico vídeo del concejal del PSOE del municipio madrileño Moraleja de En Medio probando los efectos de las pistolas táser. Pura poesía testosterónica. Goyo en camisa interior blanca, agarrado de los brazos por dos agentes, de pie frente a una colchoneta que aguardaba su caída, su hostia prometida, su revolcón epiléptico. Expectación en la sala.
El hombre recibe la descarga y grita como un descosido, como un auténtico lechón siendo sacrificado. Se revuelve, sufre. Los asistentes aplauden y se descojonan. La risa estúpida del tipo que graba el vídeo me irrita. Me parece anacrónica, neandertal. “¡Bien, muy bien!”. Vítores y guasa. Los compadres le alientan dándole golpecitos en el brazo y en la nuca. Yo, en la redacción, me llevo las manos a la cabeza, sudando de vergüenza ajena, y escucho cómo sale de mi garganta una frase que le he oído mil veces a mi madre: “Qué necesidad”.
Este es un bochorno muy marcado por el género, me van a perdonar ustedes. Esta clase de idioteces presuntamente hercúleas acostumbran a protagonizarlas los caballeros –no todos, no todos, huelga decirlo antes de que salten los ofendidos-. Es cierto que en otros tiempos más áridos las mujeres hemos podido agradecer sus envalentonamientos y su gusto sincero por parar balas con el pecho. Es cierto que históricamente el varón ha protegido corporalmente a su familia de las amenazas externas: amenazas, todo hay que decirlo, casi siempre lideradas por otros varones violentos.
Pero ya está bien, ya todo esto pasó. Cuando en pleno Estado del Bienestar, sin peligros materiales a la vista, vienen los cracks a regalarnos numeritos de este calibre y se golpean el tórax con los puños -apelando al simio que les precede y les habita-, percibo que son incapaces de mirarse desde fuera y de asumir su propia obsolescencia. Su propia ranciedad.
Yo siempre había pensado que uno es más hombre cuanto más se aleja de sus imperativos biológicos, no cuanto más los abraza. Ya hay muchos varones cívicos que también lo entienden así, que admiten que poblamos una era intelectual y no física, un mundo donde la cultura subvierte la órdenes más locas de la naturaleza, pero qué perdidos andan otros. Ahí los tienen: hombres-meme copando internet. Haciendo estupideces que les llevan a la muerte. A la muerte grabada. No me digan que no es una distopía.
El otro día, viendo Fleabag, escuché una reflexión brillante al respecto. La enunciaba una señora madura, exitosa hembra del business, con un vermú en la mano, bastante quemada de unos y otros. “Las mujeres nacemos con el dolor incorporado. Es nuestro destino físico: dolores menstruales, dolor en los senos, en el parto. Lo llevamos dentro de nosotras mismas a lo largo de nuestra vida. Los hombres no. Tienen que salir a buscarlo. Inventan todos esos dioses y demonios para poder sentirse culpables por las cosas, que es algo que nosotras hacemos muy bien por nuestra cuenta”.
Y sigue: “Luego crean guerras para poder sentir las cosas y tocarse; y cuando no hay guerras, juegan al rugby (…) Nosotras tenemos un dolor en ciclo durante años, y años, y años, y cuando sientes que comienzas a hacer las paces con todo, ¿qué sucede? Llega la menopausia. Llega la jodida menopausia y es maravilloso. Todo el suelo pélvico se te desmorona, ardes y a nadie le importa, pero entonces eres libre. Ya no eres una esclava, ya no eres una máquina regida por determinadas piezas. Eres sólo una persona. Un ser humano en los negocios”. Chimpún. Huevos faltan aquí. Para empezar a entenderlo.