Mayor de 50, mujer y enferma, el perfil de la precariedad en España

Mayor de 50, mujer y enferma, el perfil de la precariedad en España

La historia de Belén arranca hace 54 años, en una vida dedicada al trabajo desde los 17, cuando su abuelo Kiko le consiguió un empleo en la fábrica de Dhul de Granada, que recuerda con cierta añoranza.

Con 23 años se casa con su marido y se traslada al País Vasco, aunque nunca quiso trasladarse allí. Tres años más tarde llega su único hijo. Allí limpiaba en casas y dejaba también su esfuerzo en el bar de su esposo, donde no estaba dada de alta. «Es lo que tienen los negocios familiares, que uno se da de alta y el resto nada. Limpiar casas daba poco dinero, y sin contrato, pero lo necesitaba. Tenía para las cosillas de mi niño o mías y no tenía que pedir. Así estuve años. Yo sentía una frustración inexplicable, me sentía poco valorada, pero no calculaba cuánto me afectaría no tener una base de cotización».

Belén recuerda que, de forma paralela, descubrió que las promesas de su marido no se cumplían, así que «me veía obligada también a trabajar en muchas cosas que no me gustaban», comenta entre dientes. Por entonces, su hijo era su único refugio. Confiesa que la ha salvado y le ha curado muchas heridas del pasado y de aquel presente. «Antes no era consciente, pero ahora hay cosas que considero maltrato o violaciones, como una que tuve con 15 años. Con mi esposo también sufría mucho. Antes normalizaba todo, aunque me diese asco».

Aparece la enfermedad

En el 95 perdió a su madre, de quien estaba tremendamente orgullosa. Dos años más tarde, se divorcia. Trabajó en lo que podía, fundamentalmente limpiando casas pero, poco a poco, notaba que su cuerpo no respondía. «Yo recordaba que al mes de tener a mi hijo empecé a tener parestesias, pinchazos y agarrotamiento, pero no le di importancia». Belén sentía esa sensación en sus manos, en la nariz, la lengua, la boca… Sabe que tuvo crisis de ausencia y recuerda cuando, a veces, la escoba se le caía de sus manos dormidas o sus pies no respondían al caminar. «Al principio me asustaba mucho, aunque me acabé acostumbrando. A veces iba al médico, pero me decían que era de los tendones. Tardaron años en derivarme al neurólogo». Recuerda sus enormes vértigos. A veces, cuando le venían estas crisis, se sentaba o se apoyaba con disimulo en las casas donde limpiaba, para que no la despidieran.

En 1999 le descubren, al fin, una malformación cerebrovascular fronto-parietal izquierda. Recuerda que aquel diagnóstico la hundió. No podía dejar de trabajar, tenía un niño y le costó mucho que el padre le pasara una pequeña pensión, aunque ya algo tarde, porque no le concedía el divorcio. Pero tenía que afrontarlo. Le hicieron una primera intervención, donde sufrió un shock anafiláctico por el yodo infiltrado para ver sus arterias. En una segunda operación, en Donosti, le rasgaron la arteria carótida y estuvo en coma casi una semana. Aún recuerda cuando despertó y vio a su familia y a su nueva pareja. Aquellos meses anteriores se había vuelto a enamorar. Reconoce que «fue producto de sentirme sola ante la enfermedad y con él pensaba que estaría protegida». Después del coma tuvo una rehabilitación muy dura, que duró para casi dos meses en el hospital, donde se esforzó al máximo para recuperar sus movimientos.

A la salida tuvo que poner en marcha su vida aún sin saber que le quedaban más intervenciones por delante, que se repetían cada poco tiempo, lo que sería determinante para condicionar su vida laboral durante años, porque no podía trabajar. Aún vivía con aquella pareja que «quería que fuese una fábrica de hijos. Por salud, me dijeron que no podía tenerlos, así que me separé».

Regresar a Granada

Decide abandonar el País Vasco y vuelve en 2003 a su Granada natal, con su hijo. La pensión no le daba apenas para el niño así que, obviando los partes médicos, se forzó a trabajar. Allí tuvo empleos temporales en Cruz Roja, en el ayuntamiento de su pueblo, limpiando casas por horas, como ayudante de cocina o en una cooperativa de espárragos. «Imagina cómo aguantaba mi cuerpo, muy mal, yo creo que los aneurismas que tengo ahora es por la poca calidad de vida que le he dado», admite sin remedio.

De aquella cooperativa tiene un recuerdo bonito, como cuando compartía charlas y camino en coche con sus compañeras; pero también los mareos o cuando sus manos no agrupaban con suficiente rapidez los espárragos, en jornadas de 14 horas. «Pagaban una porquería, pero también dependía porque cada día nos avisaban de si había tarea o no. Cuando no había, pues no se cobraba, y así siempre. Muchas veces, para trabajar, callaba mi enfermedad, pero por entonces para tener una pensión se necesitaban 15 años de cotización, y mi esperanza era alcanzar aquel mínimo. Ahora, ni loca», explica.

Recuerda, con rabia, cuando en 2009 recibía una prestación y trabajó seis meses en el ayuntamiento de su pueblo, pero a través de los que se llama un contrato de colaboración social, que «ni era contrato ni nada como entendemos, sino una fórmula de la que se aprovechan las instituciones, porque trabajas pero no aparece en la vida laboral. Así que, encima que tengo poco cotizado, aquellos meses ni se contemplan».

La ausencia completa de trabajo en 2011

Mientras, su hijo quiso volver al País Vasco y ella siguió en Granada. Allí tenía una casa de alquiler que recuerda por su silencio, solo roto por los pájaros de la mañana o por algún perro que ladraba. En 2011 le llaman del Servicio de Empleo para trabajar en Algeciras cuatro meses. Estuvo pagando casa en Algeciras, pero también una cuota más pequeña por el piso de Granada, porque no quería perderlo. Pero «mi sorpresa mayúscula fue cuando finalizó mi contrato en Algeciras. No me salió absolutamente nada…pero nada de nada. Ni siquiera de limpieza. Sufrí mucho, estuve un tiempo como en shock», asegura. El 30 de abril de 2012 tuvo que dejar la casa de sus sueños porque «no sólo que no podía pagar el mes, ni siquiera la luz o el agua». Dice que ahí empezó su declive definitivo.

Hace las maletas y se traslada a Málaga, donde vive cinco meses en casa de una de sus hermanas, mientras buscaba empleo o intentaba hacer cursos. «Allí eché mil veces el currículo y tan desesperada estuve que llegué a posar desnuda ante pintores, porque me pagaban a 20 euros, dos horas». Belén guarda aquí silencio, como si no lo quisiera recordar. «Hubo momentos muy incómodos para mí».

A primeros de septiembre su ex marido le pide volver, le promete casa, trabajo, y estar al lado de su hijo. Vuelve. Pero nada más llegar se sintió «atrapada, angustiada, atropellada, arrasada. No cumplió nada de lo prometido». Belén rompe a llorar en la entrevista, pero dice que es de rabia por todos estos años. Su hijo le ayudó a buscar una habitación donde poder vivir unos días. Aquella situación mataba por dentro a Belén, así que esperó «dos meses para decir a mi hijo que yo no podía estar allí. Me moría de dolor por despedirme otra vez de él, pero allí también me estaba muriendo. Era demasiado, con una mano delante y otra detrás».

El feminismo y la lucha social

Belén volvió a Málaga, a Nerja. Estaba agotada y aceptó la oferta de un antiguo novio de vivir en su casa un tiempo. Con los meses, aquella antigua pareja la atrapó hasta que tuvo que huir para salvar su vida, pero Nerja fue un punto de inflexión porque «allí sucedieron cosas que cambiaron mi esquema mental, mi forma de ver la vida…» En un cursillo que hizo en una biblioteca, empezó a leer a autoras feministas y «comprendí que lo que ahí se describía era mi vida. Fui consciente, por primera vez, de que el feminismo salva».

Partió hacia Madrid en busca de trabajo y en la Asamblea de Vivienda de Latina descubrió la importancia de la lucha colectiva. Sobre todo de las mujeres que enfrentaban solas problemas muy duros, muchas veces abandonadas por sus parejas ante las complicaciones. «Cuando me quedé sin prestación, aquellas personas me admitieron en sus casas y, a partir de ahí, empezaron a cambiar poquito a poco las cosas: trabajé en el Hospital de La Princesa varias veces, hasta que en febrero de 2017 me llamaron de Irún, para trabajar en los juzgados». Lo consultó con su hijo, que vive aún con su padre y su abuela, y aceptó. Nuevo empadronamiento y, a cada lugar al que iba, traslado de sus expedientes médicos. Vive en habitaciones de casas que, algunas veces, le ofrecen amigos por un tiempo limitado. «Este año ya me he trasladado más de ocho meses. Estoy cansada de no llegar nunca a mi hogar».

Su contrato actual se termina en febrero, pero el dinero de estos meses le ha venido bien para «ir al dentista a hacerme un tratamiento de gingivitis, por ejemplo. No puedo descuidar mi salud y, desde hace años, arrastro muchas cosas que no me he podido hacer». Me muestra uno de sus informes médicos, donde el doctor detalla que su cuerpo ya ha sufrido más de 15 intervenciones en diversas comunidades autónomas y que la inestabilidad laboral y las mudanzas continuas han sido contraproducentes.

La exclusión del sistema

Quiere decir algo antes de terminar: «las mujeres estamos excluidas del sistema, y si estás enferma mucho peor porque si no te cuidas tú, no te cuida nadie. Yo denunciaría que esta vida es muy mala para las mujeres pobres y enfermas. Veo que el capitalismo es brutal con las mujeres, que el neoliberalismo privatiza los servicios de salud que yo necesito y destruye a los colectivos».

Le pregunto por esas frases que algunos políticos lanzan sobre recuperación económica. «Mucha gente estamos en la cuneta, somos pobres. No creo en la recuperación, me dan ganas de vomitar cada vez que lo escucho. Incluso una vez, por no tener ya ni paro, descubrí que me habían excluido del sistema sanitario». Le indigna, según admite, ver a la gente tan pasiva y que la movilización social se haya ido, «con la que tenemos encima».

Después de este año de trabajo, mientras la operan, quiere cobrar el paro y volver a estudiar unas oposiciones. «Me avergüenza tener ocho años cotizados después de tanta vida. Ya sé que no haré los años necesarios para la pensión, pero solo quiero vivir al día, tranquila, con la paz que necesito, y aprender a cuidarme lo que nunca nadie me ha cuidado».

 

 

 

 

 

 

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