ÁNGEL MONTIEL

 

Aznar y Rajoy en el PP y González y Zapatero en el PSOE, personalidades incompatibles entre sí en ambos partidos, han sido utilizados en los congresos respectivos a fin de fingir una inexistente continuidad para la que es necesario el aval de los anteriores titulares de la marca incluso a pesar de los sucesos que a unos y otros desacreditan

La vieja guardia está de moda. Lo vimos ayer en el congreso federal que el PSOE celebra en Valencia: Felipe González y Rodríguez Zapatero hicieron de teloneros, y también la semana pasada en el que tocaba al PP, que inició su itinerancia congresual con presencia y discursos de Aznar y de Rajoy. Aznar y Rajoy son uno para el otro como la noche y el día, tanto como González y Zapatero entre sí, pero constituyen todos el hilo por el que transcurre la historia de cada uno de estos partidos, y es mejor tenerlos dentro que dejarlos por ahí fuera, sueltos y sin cariño, tan solo compensados por el vil metal de las puertas giratorias y con el riesgo probado de que flirteen con el otro bando o se les suelte la lengua y digan cosas inconvenientes, como los niños y los abuelos.

Aznar y Rajoy. Aznar, que en tiempos del Gobierno de Rajoy veía con mejores ojos a ‘ese chico’, Albert Rivera, y ya en los de Casado se permitía aceptar que Vox era un partido hermano, volvía al redil de la ortodoxia orgánica disimulando su fervor por Ayuso, la innombrable.

Mientras, Rajoy, a la vista de que Casado y Teodoro parecen haber renunciado a vender la sede de Génova, tiznada por las andanzas de Bárcenas («Luis, sé fuerte») y por las recepciones de la Cospedal y su intachable marido al comisario Villarejo, echaba pelillos a la mar, como si el gesto desdeñoso anunciado en su día por sus sucesores indeseados en la dirección del PP hubiera sido un acceso de críos que no calculaban las consecuencias.

Poco importa a estos efectos si es que Casado y Teodoro han dado marcha atrás por cálculo político o si ocurre que los corredores inmobiliarios de Miami no dan con quien quiera comprar una casa de fantasmas, el caso es que el despacho en el que se destruyó a martillazos el ordenador que custodiaba las cajas B, C, D y hasta la Z y donde todavía debe estar la trituradora de papel a la que Rajoy destinó supuestamente ciertos documentos en presencia del campeón Arenas y otros, sigue siendo la sede del PP, tal vez como precaución de que algún caprichoso comprador pretenda crear un museo de la corrupción en sus estancias. Lo seguro es que habrán desaparecido las cajas de puros con regalo sorpresa dentro, como los huevos Kinder, pero con más ceros a la derecha.

 

En el fondo, lo que quedó claro en el congreso popular es que a todos les unía una tesis común, y es que el papa Francisco no está en sus cabales. Las diferencias internas en los partidos políticos se alivian cuando es posible detectar un enemigo común, que en este caso ni siquiera vive en remotas montañas ni en inexplorados valles ni, por increíbe que parezca, en la Moncloa, sino en el Vaticano. Al fin, el PP pareció haber entendido el empeño de Vox: para ganar las elecciones hay que ganar antes el debate cultural. Y lo primero de todo es asustar a las beatas con el espectro comunista del papa Francisco.

La función de la vieja guardia no es romper jarrones chinos, que también, sino después de hacerlo, avalar la continuidad de la secta partidaria. De este modo se legitiman los herederos y éstos, a su vez, a sus predecesores. Se traza así una historia aparentemente coherente que no hay por donde cogerla.

 

La cosa consiste en que los nuevos dirigentes, en este caso del PP, afirman que estaban aprendiendo a tocar la flauta cuando sus antecesores trabajaban por dejarles la herencia, casi siempre envenenada, y así pueden asegurar, cuando les llegan los rebotes de incompetencias o indecencias del pasado, que son cuestiones que no les afectan, si bien lo expresan desde el lugar privilegiado del que se han hecho merecedores por esas políticas anteriores. Algo así como el heredero millonario de un especulador que se presenta en sociedad como un empresario moderno y con responsabilidad social corporativa.

La contradicción evidente es que esta nueva generación, a la vez que obvia el pasado de la marca que le da sustento y se distancia de sus hechos cuando le conviene, apela en los congresos del partido, vulgos consejos de administración, a quienes la han construido, y les permiten explayarse para que los socios de la ‘empresa política’ (militantes y potenciales votantes) adviertan una línea de continuidad por lo demás inexistente desde un análisis racional. Y como de lo que se trata no es tanto de asumir y rectificar los errores concretos de la gestión del pasado sino de exhibir la gloriosa trayectoria del logotipo, el mensaje es claro: lo importante es el poder, y después ya veremos como lo ejercemos. En ese punto es donde se produce la reconciliación generacional.

La alcaldesa de Archena, Patricia Fernández, reunió hace pocas semanas a seiscientas personas para celebrar fuera de fecha los diez años de su mandato municipal conquistado por mayorías absolutas, pero en realidad pretendía calcular su poder interno en el PP en un posible futuro pulso con el actual líder, Fernando López Miras, y ocurrió que las fotografías sobre aquel acto más divulgadas por los medios fueron aquellas en que la archenera aparecía junto al expresidente de la Comunidad Ramón Luis Valcárcel, quien fuera hiperlíder del PP en la Región durante veinte años. Esto permitió que las fuentes oficiales del partido divulgaran la impresión de que Fernández está huérfana de respaldo y solo recibe el apoyo de la ‘vieja guardia’, resentida porque el ‘club juvenil’ de López Miras se ha distanciado de sus mayores. Pero los partidarios de Patricia Fernández se quedaron estupefactos al constatar que el congreso nacional del PP se iniciaba con las intervenciones de Aznar y de Rajoy. «¿No son estos también, a nivel nacional, la vieja guardia?», se preguntaban retóricamente, calculando la equivalencia. Todo el mundo tiene a mano su propia ‘vieja guardia’, alguna más presentable que otra.

González y Zapatero. La vieja guardia, con sus éxitos y pecados, está de moda, y también en el PSOE.

Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero son polos opuestos. Es imposible aplaudir a los dos si se piensa mientras tanto en la posición que cada uno de ellos tiene, de manera activa, acerca del modelo Maduro en Venezuela, y a partir de ahí todo lo demás. O uno u otro; los dos a la vez es imposible.

Sobre el primero, que soltó su homilía ayer en el congreso socialista, nadie pareció advertir la contradicción de que miembros del Gobierno como la ministra Montoro se indignaran públicamente hace pocos días a causa de que un comentarista oficial del PSOE en tertulias televisivas, Antonio Miguel Carmona, haya sido contratado por la compañía Endesa en plena crisis del recibo de la luz mientras que a González, que es consejero de Gas Natural desde hace años, se le permita predicar desde la tribuna más mediática del partido. Si se abomina de las ‘puertas giratorias’ no tiene sentido que se distinga entre unos y otros en función de sus respectivos méritos en la historia de la organización, y en cualquier caso la práctica sería más grave en un primer espada que en un meritorio de tercera fila. Las ‘puertas giratorias’ estarán bien o estarán mal; y están mal, es obvio, pero por distintas razones a la posición en el escalafón del partido de las personas que las utilizan.

Pero, claro, González es mucho González. El PSOE no sería hoy nada sin él, y es el símbolo, puesto en la tribuna del congreso socialista, de que todo fluye. Con esa imagen se hace añicos la idea, trazada por el PP, de que hay dos PSOE, el auténtico, el de toda la vida, que estaría subsumido, y el impostado, que es el que representaría Pedro Sánchez, a quien la derecha pretende convertir en un súcubo, un trostkista que practicara el entrismo, un farsante capaz de cualquier cosa por mantenerse en el poder, como si el poder no fuera en esencia la aspiración última de todo político. Lo curioso es que los elogios a González que hoy le presta la derecha no coinciden en modo alguno con las descalificaciones que recibía de ese mismo lado mientras gobernaba, similares en términos a las que hoy recibe Sánchez.

González el bueno, Sánchez el malo. Pero eso es hoy; González, en su día, era el malo que pactaba con los nacionalistas y compraba sus votos para gobernar incluso en los tiempos en que el vasco Arzallus hablaba de que ETA vareaba el árbol para que el PNV recogiera las nueces, hasta que llegó Aznar y siguió, todavía con mayor dispendio económico, la misma senda, esta vez estampando su firma en el documento de cesiones a los nacionalistas catalanes, y no digamos Rajoy, que aspiraba a adquirir el voto del PNV por quinientos millones en la moción de censura durante la cual se retiró a un restaurante sin wifi, dejando su escaño para que su favorita Sáenz de Santamaría dispusiera el bolso.

En cuanto a Zapatero, la luz de la ley del matrimonio homosexual y otras iniciativas sobre libertades civiles (se añora la fórmula con que garantizó la libertad profesional en RTVE) deslumbra la vista sobre su absoluto fracaso en política económica incluso en una etapa de superávit del Estado, su negacionismo sobre la crisis social más grave conocida en el siglo XXI, a la que nunca definió por su nombre, y su obligada claudicación para reformar la Constitución al dictado de los poderes financieros tras presumir como un sonámbulo de que España lideraba la Champions de la economía europea. Un tipo así, con tamaña inconsciencia, no puede ser de fiar, nadie le compraría un coche usado, y menos se le podría convalidar como estadista reivindicable aunque se pronuncie desde la tribuna del congreso socialista a grito pelado. Hasta su querido Borges le diría, si pudiera, que es un tonto con suerte.

La complacencia de la expresidenta andaluza Susana Díaz, defensora política de los protagonistas del escándalo de los Eres, el dúo cómico Chaves y Griñán, sus impulsores,y endulzado el rencor por sus derrotas frente a Sánchez mediante el accso a la también puerta giratoria del Senado, es una imagen, todo lo ficticia que se quiera, sobre este proceso de absorción de las viejas glorias, necesarias para presentar una imagen, ya que de imposible unidad, al menos de continuidad.

Los partidos necesitan armar una coherencia interna, dibujar aunque sea a trazos gruesos una trayectoria fingida de evolución natural en la que todas las piezas, de ayer y de hoy, encajen para evitar la nostalgia y dotar al presente de la supuesta solidez del pasado. El PSOE, en este ejercicio, ha dado un paso más al reanimar holográficamente a su fundador histórico, Pablo Iglesias, para que quede claro que Sánchez, haga lo que haga y diga lo que diga, es el epígono actual de una tradición intacta. Solo que no sabemos lo que en realidad pensaría Iglesias de esta resurrección, ya que se le hace pensar como debe pensar según Sánchez.

Las viejas glorias están de moda como garantes del tiempo presente en los momentos de exhibición, tras los cuales vuelven al archivo. Por fortuna.