IGNACIO CAMACHO

 

EN el Palacio de los Deportes de toda la vida, que ahora tiene nombre de banco, había a media tarde ambiente de Final Four. Sin cheerleaders pero con una muchachada enardecida y saltona con banderitas azules y rojigualdas, y con un público de burguesía madura del barrio de Salamanca, el biotopo del conservadurismo español, la «zona nacional» por antonomasia. Allí cerca, el rival de la primera semifinal esperaba en la Plaza de Colón, el escenario de la foto que provocó el adelanto de las elecciones, igualmente abarrotada. Se hacía difícil distinguir la composición sociológica de los mítines del PP y Vox porque, en realidad, se trataba del mismo vecindario, en muchos casos de las mismas familias, a las que la fractura de su espacio político tradicional ha dejado algo perplejas y divididas, presas de la incertidumbre de los hijos pequeños de un matrimonio recién divorciado. Ambas partidos acudieron ayer a dirimir su pulso de fuerza a ambos extremos de la misma calle, la de Goya, convertida en el OK Corral de este duelo político fratricida de la derecha española.

Para el PP era esencial sacar músculo, y lo sacó. El Palacio estaba lleno, y con cola en la puerta, desde una hora antes, espera que amenizó un DJ al grito de «podemita el que no baile». Los populares siguen apegados a una estética y una coreografía de convención a la americana, con globos, música alta y banderas, que en tiempos recientes organizaba una banda que ahora duerme en la cárcel. Era el primer mitin masivo de Pablo Casado en una campaña de mucho kilometraje y pequeño voltaje —dijo que había recorrido 140.000 kilómetros, tres vueltas al mundo: o eran menos kilómetros o más vueltas, ejem— , de muchos microactos, a la que el auge de Vox impuso un cierre forzosamente multitudinario. El aparato del partido se movió con todos sus recursos para convocarlo: la premisa era que no resultaba admisible el fracaso.

Antes de Casado, que entre besos y abrazos de la concurrencia tardó diez minutos en bajar de la entrada al escenario, hablaron Cayetana Álvarez de Toledo y Teodoro García Egea. Cayetana —de «blanco roto», se diría en una crónica de papel couché— es elegante pero contundente, o al revés. Tiene una dulce prosodia de ecos porteños en la que envuelve un verbo enérgico como un látigo. Es fría de tono —no logró que ondease una sola banderita— pero su discurso tiene una precisión de bisturí, una retórica biselada en cristal y acero. Fue la única que usó atril para una charla algo profesoral, en la que dijo palabras como «empoderar», que ella misma calificó de ortopédica, y «mefistofélico», adjetivo aplicado al nacionalismo que brillaba en sus labios con un extraño fulgor magnético. Citó a Chaves Nogales, sacó a Leopoldo a López al estrado y habló del «trastorno de adolescencia» de Ciudadanos con un desdén infinito de pura arrogancia intelectual. A Vox les llamo «el partido fácil» y a Sánchez le dedicó algún chiste con un toque como de Les Luthiers, sutil y algo también «mefistofélico». Ya dije que está imantado el palabro.

Luego salió, brevemente, García Egea, que es, digamos, el reverso de Cayetana. Dejémoslo ahí. Fue como asistir a un partido de voleones después de una exhibición de tiki-taka.

Casado tiene fuerza, y énfasis, pero no carisma. Ha frenado su atropellada hiperactividad de hace unos meses, estructura bien el discurso, acompaña con los brazos, pero tarda en calentarse y calentar al público. Durante un rato pareció un coach en sesión de motivación a directivos de empresa. Todo lo que dice es sensato y ha pulido las enormidades del principio de campaña. Empleó veinte minutos en tomar velocidad de crucero y cuando lo logró acabó resultando algo pesado. La primera ovación cerrada fue para la promesa de aplicar el 155. Luego ya, de carrerilla, la prisión permanente, la dureza con los filoetarras y el patriotismo de partido, que era un factor de cohesión imprescindible en una campaña llena de incertidumbres para sus huestes. No mencionó a Vox ni a Ciudadanos y al acabar llamando al voto optimista sonó el himno de España. La gente se fue Goya abajo —algunos rumbo a Colón con curiosidad morbosa— con expresión más o menos reconfortada. La diferencia con otras elecciones consiste en que antes se iban con fe y ahora sólo con esperanza.