Lo más útil para combatir la neoliberal fragmentación de identidades no es decretar la existencia de una clase a la que haya que subordinar luchas o demandas, sino pensar la articulación de las diferencias sin someterlas a una unidad previa

 

A nadie se le escapa que las cosas no son como muchos y muchas queríamos. Que, en resumen, el cambio político se ha quedado paralizado o, si acaso, transfigurado por una nueva y aparente resurrección de la socialdemocracia. Las esperanzas puestas en una profunda transformación del régimen político nacido del 78, esas que se hicieron fuertes en el 15M y parecía que Podemos y las confluencias estaban en disposición de convertir en cambio institucional, se han quedado suspendidas en el aire.

Dicho esto, no tengo intención aquí de discriminar la naturaleza de este cambio, si estamos ante una política cosmética de gestos o frente al reconocimiento pragmático de los límites de la acción institucional en el actual marco europeo. Creo que hay una pregunta previa que debe ser aclarada. Una pregunta que, de paso, permite enfrentar el riesgo no menor en el que creo que nos encontramos: el de una regresión (sentimental, ideológica, intelectual, incluso anímica) ante la distancia melancólica que se cuela entre lo que pudo ser y lo que (no) está siendo. Una regresión, en fin, a una suerte de pre-15M.

Como si nada hubiese pasado desde entonces, como si no hubiésemos llegado más lejos, quizá, que nunca. Como si nada de lo intentado valiese ya, y hubiese que volver al sentido que proporcionaban las viejas certezas (impotentes quizá para el cambio político, pero que proporcionan seguridad en un mundo incierto y demasiado abierto y cambiante). Volver a los viejos repartos de posiciones y a los viejos juegos de oposiciones que ordenaban el mundo y la experiencia: izquierda vs. derecha, material vs. discursivo, economía vs. cultura, clase vs. identidad, unidad vs. diversidad, y suma y sigue. Este riesgo de regresión o revival no es, como decía, menor, porque puede convertirse en una profecía autocumplida, como tantas en la historia de las luchas por la emancipación y el cambio social: convertir la actual parálisis o retroceso del cambio en pura y simple imposibilidad.

Dos son las vías de esta regresión ante la constatación melancólica del cambio interrumpido: la vuelta a lo demasiado pequeño, o su aparente contrario, y el regreso a un enemigo demasiado grande contra el que luchar. La primera supone la celebración de la fragmentación y la diversidad de posiciones, demandas, luchas o reivindicaciones (en)cerradas sobre sí mismas, donde lo particular se convierte en horizonte único de lo político. La segunda se desplaza de manera inversa aunque, como veremos, con consecuencias similares. Se trata de un retroceso a la idealización de lo inmenso; detrás o debajo de cada lucha, injusticia, dolor o reivindicación se encuentra la sombra gigante de la necesidad y de la historia: el sistema, el capitalismo global que todo lo puede -la determinación en última o primera instancia de toda acción concreta–, la economía o, incluso, la ley del valor como comodín para toda explicación o análisis.

Fragmentación de identidades demasiado diversas como para encontrarse y articularse políticamente las unas con las otras, por un lado; existencia de una trama invisible que las organiza y explica sin actores ni voluntades, por el otro. En la primera regresión, la política desaparece como acción compartida, mientras en la segunda se reduce a simple derivación de leyes, lógicas y movimientos no elegidos ni decididos por nadie. Una irreductible heterogeneidad social imposible de articular y con la que generar horizontes de sentido colectivos; o una unidad ya dada de antemano del orden y el sentido: la de la clase, la economía, las condiciones materiales… que solo necesitan ser reconocidas para que todos recobremos el sentido.

Pero se trata, quizá, de dos caras de una misma moneda: no se tocan entre sí, no se ven ni dialogan la una con la otra, no parecen poder reconciliarse o encontrarse nunca, pero forman parte indisociable de lo mismo. Porque esta involución a lo inmensamente grande acaba construyendo para sí una identidad radicalizada, desconectada del sentido común, portavoz de una verdad que, sin embargo, no parece ser compartida más que por una minoría. Tan minoritaria, me temo, como todas esas identidades fragmentadas, diversas, atomizadas y neoliberalizadas que no aciertan a encontrar elementos comunes para actuar conjuntamente. A la despolitización siempre se llega por dos vías.

La hipótesis de la que parto es clara: lo más útil para combatir la neoliberal fragmentación de identidades, y el riesgo de su reafirmación melancólica actual, no es decretar la existencia de una clase o realidad material subyacente a la que haya que subordinar luchas o demandas, sino pensar la articulación de las diferencias (de deseos, demandas, necesidades, posiciones y luchas) sin someterlas a una unidad previa (que, por todo lo demás, se nos presenta históricamente como mayoritariamente masculina y blanca).

Para que la articulación política de lo heterogéneo pueda ser pensada es seguramente necesario deshacer alguna que otra premisa del marxismo y la izquierda tradicionales (y aquí habría que distinguir entre marxismos, también entre marxismo y Marx, así como problematizar y diferenciar internamente a esa izquierda que está lejos de converger en una unificación teórica o programática). Por ahora tan solo señalaré que la premisa de la unidad (de la clase, lo social, del sujeto político o de las identidades colectivas, incluso de la misma historia) genera demasiados problemas teóricos y, sobre todo, prácticos: hay siempre algo ya unido antes de empezar a actuar, y ello a pesar de que sus portadores lo sepan. Mientras, el análisis no solo descubre esa unidad oculta de lo social, sino que da por sentada su potencia política a pesar de que no suceda porque nadie la actúa.

El punto de partida de este revival no es, pues, el de una heterogeneidad o diferencia que deba ser articulada o trabajada políticamente, sino el de una unidad oculta que debe ser desvelada. El matiz no es menor: o la política es una construcción siempre precaria y contingente, un salto hacia adelante, una apuesta, incluso una hipótesis que solo se verifica en los efectos que genera, o es, por el contrario, el resultado de desvelar una verdad oculta para los sujetos, pero no para los analistas/intelectuales/periodistas/dirigentes del partido elegidos.

Así que la fragmentación o diversidad de luchas puede pensarse como una desviación de una unidad (pre)existente pero no (re)conocida por los sujetos de esas luchas o, y me parece más plausible, como fruto tanto de una ausencia (la de un sujeto político capaz de articular y trabajar esa heterogeneidad) como de un rechazo (el de estas identidades diversas y fragmentadas a subordinarse o subsumirse bajo una unidad previa e impuesta: la de la clase). Es decir, como rechazo a un diagnóstico y una práctica políticas que piensan y nombran a esas luchas como subalternas en lugar de agregarlas, articularlas o contaminarse con ellas.

Es por ello posible pensar la muy posmoderna fragmentación de luchas e identidades no solo como una consecuencia del neoliberalismo (del individualismo salvaje, de la ideología del hacerse a sí mismo, de la ruptura de todo vínculo comunitario, de la ausencia de sentimientos de pertenencia compartidos) sino también (y este tambiénes importante, no se trata de sustituir una causa por otra sino de entender su interrelación) de las enormes dificultades que han tenido las izquierdas para pensar la heterogeneidad social sin esa pulsión inmediata de imponerle una unidad previa a la que amoldarse.

La enorme potencia política de la clase durante el siglo XIX y XX se debe quizá al acierto en construir entorno a sí misma una unidad de diferentes luchas, pero quizá convenga aceptar que lo hizo gracias a cabalgar una doble contradicción o tensión que hoy ha perdido, pero que otros sujetos políticos pueden mantener. En primer lugar, la tensión generada por ser una parte que se pretende el todo (con el evidente riesgo de subordinar al resto, sí, y de negar la diferencia, también, pero con una potencia histórica indudable para convertirse en el referente de muchas otras luchas, demandas, aspiraciones… hasta confundirse con el pueblo o la nación misma). De representar, por tanto, una totalidad sin ser ni mucho menos el todo. Quizá convenga recordar que la única gran revolución que se hizo en nombre de la clase obrera, la rusa, tuvo lugar en una sociedad fundamentalmente agraria y que, por tanto, la clase obrera, del todo minoritaria entonces, operó como principio vertebrador, como construcción discursiva, movilizadora, agregadora o, si se prefiere, como significante entorno al que articular demandas heterogéneas de un cuerpo social en absoluto unificado.

Y, en segundo lugar, la tensión constitutiva que se deriva de afirmar la posición de los sujetos en lucha (la identidad y posición de clase, su reconocimiento como sujeto político y productivo) y el deseo (revolucionario si se quiere) de acabar con esa posición (la superación del trabajo asalariado como relación social general). Una tensión, por tanto, definida por la reivindicación de lo que se es en una lucha para dejar de serlo. Sin esta tensión, sin esta polaridad entre el ser y su negación, la lucha se convierte en un cierre sobre sí misma de la identidad explotada o dominada. En una afirmación identitaria sin horizonte de salida. Y esto es lo que la crisis de los movimientos, sindicatos y partidos comunistas expresan, creo, en el final de esta doble tensión, y en el consiguiente y trágico repliegue identitario que supone. Veamos:

La clase pierde progresivamente el componente metonímico de la afirmación universalista (es decir, pierde eficacia la operación por la que aparece como una parte que representa al todo o, dicho de otra forma, deja de articular al resto de demandas, luchas o intereses sociales al pretender ser su única y directa expresión). Y lo hace, además y de forma altamente sintomática, en el momento en que las estructuras sociales occidentales, lejos de conducirse hacia una polarización en dos bloques monolíticos y enfrentados, se diferenciaban y diversificaban de forma acrecentada. Así las cosas, la clase acaba siendo una parte con crecientes dificultades para hablarle y hegemonizar al resto. El ejemplo de la caída de los gobiernos populares a ambos lados del telón de acero en la segunda posguerra mundial es especialmente dramático y ejemplificador: gobiernos de coalición entre partidos comunistas, agrarios, republicanos, socialdemócratas que son finiquitados por orden de Moscú, poniendo fin a una efímera pero crucial experiencia de unidad de la diferencia o, si se prefiere, de articulación de la heterogeneidad social. El Partido como expresión paralela de la clase y del todo social. Que esta reducción de la heterogeneidad social a la homogeneidad totalizante de la clase fuese paralela a una negación de la democracia y el pluralismo es, claro, sintomático: sin reconocimiento de la diferencia no hay necesidad democrática.

En cuanto a la tensión entre la afirmación de la identidad de clase y su superación o negación (ese horizonte revolucionario que implicaba la desaparición del trabajo asalariado como principio vertebrador del orden social), queda, también, hecha añicos: todo un imperio (soviético) se erige en nombre del trabajo como único horizonte de vida, al tiempo que al otro lado del telón de acero la regulación keynesiana o socialdemócrata hacía de la dupla trabajo/consumo la vía única para el reconocimiento y la pertenencia ciudadanas. Lejos quedaba, pues, la búsqueda de un más allá de la explotación capitalista, es decir, de la fijación de los tiempos de vida a los espacios productivos (al tiempo que quedaban subalternizados, feminizados y/o marginados los tiempos dedicados a la reproducción o a un ocio y disfrute no compensatorio del mundo del trabajo). Creo que en este punto conviene situar la sintomática incapacidad de los partidos y sindicatos comunistas para entender y trabajar políticamente los distintos 68’, así como los feminismos y los nuevos movimientos sociales. De entender, en síntesis, el rechazo tanto a la disciplina fordista como a un tiempo de vida subsumido en la sola biografía pautada por el trabajo asalariado. También, claro, en el rechazo a seguir esperando una revolución (que no llegaba nunca) para reclamar igualdad, reconocimiento, derechos o, simplemente, una vida que fuese digna de ser vivida.

Con la pura afirmación de clase y su institucionalización, bien como Estado obrero (la clase, el Partido y el Estado confundidos en una santa trinidad), bien como Estado del Bienestar (que socializa los ingresos de los trabajadores al precio de sujetarlos de por vida al trabajo y subalternizar o invisibilizar toda otra forma de pertenencia, reconocimiento y actividad), desaparecía esa otra dimensión constitutiva de la lucha de clases: afirmarse, sí, pero para dejar de ser. Que el neoliberalismo haya sabido atrapar y movilizar el deseo ambivalente de afirmarse y negarse (en esa huida hacia adelante del construirse, inventarse, hacerse permanentemente a sí mismo) no debería hacernos olvidar que esa dimensión del deseo fue previamente abandonada por una parte sustantiva de las izquierdas. ¿Derrota por incomparecencia? Quizá.

Excesiva síntesis de un proceso mucho más complejo esta que vengo de hacer para advertir, clamar o simplemente señalar que, antes de volver a un diagnóstico y una mirada (la clase, la economía, lo material, la verdad) que ya hizo aguas hasta ahogarse (y de hacerlo ignorando la enorme literatura académica y militante que desde al menos los 70 viene procudiéndose sobre el tema), conviene seguir pensando desde esta doble tensión contradictoria o ambivalente: la imposibilidad y necesidad paralelas de lo universal, es decir, el reconocimiento de que el todo, la unidad u homogeneidad social nunca están dadas y son el resultado de una articulación política siempre incompleta y precaria pero necesaria; la afirmación y negación paralelas de la identidad de todo sujeto político emancipador, es decir, emanciparse de tu propia posición e identidad en lucha al tiempo que la afirmas en el transcurso de esa lucha. 

Esta doble tensión solo se mantiene y actualiza como resultado de la virtud y la acción políticas, no como traducción/desvelamiento de una verdad material subyacente. Articular políticamente distintas demandas, deseos y necesidades de sujetos heterogéneos que, además, están atravesados por una disyuntiva o brecha constitutiva: afirmarse al tiempo que negarse. Este es, creo, el asunto.

Pero para pensar esta articulación política es necesario deshacer otras dificultades teóricas y prácticas que atraviesan el actual revival de la clase y lo material. De entrada, la que separa la economía de la cultura. ¿Habría luchas culturales que no afectan a la economía y luchas económicas no asentadas en batallas culturales? ¿No hay un componente cultural y económico indisociable en la conformación de las identidades sociales –de clase, género, raza, barrio o pandilla–? La economía es una lógica no cultural que se rige por principios… ¿de qué clase? ¿naturales? ¿económicos –viva la tautología–? ¿Ideológicos? Entonces, ¿qué? Igual conviene pensar la economía como la objetivación, cristalización y naturalización de relaciones de fuerzas, batallas culturales e ideológicas, victorias hegemónicas de unos grupos sociales sobre otros. Sin duda bajo una matriz de relaciones o modo de producción, pero en permanente transformación y sin centro ni, por tanto, ley estructural que todo lo determine y explique.

Y más preguntas: ¿funciona la distinción entre condiciones materiales y culturales? ¿Acaso no duele la desigualdad de reconocimiento y no solo la meramente económica? ¿No es material el dolor? ¿Solo si afecta al trabajo o el salario pero no a la identidad sexual y racial, o al deseo y las aspiraciones o proyectos de vida? ¿Es cultura o economía el anhelo de mejorar tus condiciones de vida? ¿O el de que tus padres, obreros, quieran que vayas a la universidad y corras el riesgo de convertirte en clase media, movidos por esa tensión entre la dignidad de ser obrero y el deseo de trascender, aunque sea a través de tus hijos, esa misma condición obrera? ¿Son traidores de clase? ¿La clase media es un mero invento capitalista para desactivar a la clase obrera? ¿En serio? Igual la distinción economía/cultura no funciona, o distingue menos de lo que aclara.

Veamos otro ejemplo: las luchas feministas, ¿no tienen capacidad de poner en cuestión el reparto de tiempos productivos y reproductivos, articulándose con otras demandas como la de una renta básica o la reducción del tiempo de trabajo? ¿Son las luchas feministas culturales o materiales? Igual la fragmentación supuestamente causada por las llamadas batallas culturales no tiene que ver con que sean simplemente “culturales”, sino con el tipo de “cultura” que interpelan y la “economía” que implican. ¿Las medidas del nuevo Gobierno son meramente culturales y por eso incapaces de transformar profundamente la estructura social y su actual reparto de posiciones? ¿O el problema es que corren el riesgo de recortar la potencia que tiene la posible articulación entre las luchas feministas y las de los pensionistas, estudiantes, gays y lesbianas, ecologistas, taxistas o precarios de Über?

Más allá de la batalla cultural no está, pues, la pura y dura economía, está una batalla política (es decir, cultural y económica) más ambiciosa, que vaya siempre un paso más allá de las reivindicaciones aisladas y concretas puestas en juego en cada momento. Esa es, creo, parte de la lección hegemónica del feminismo: su potencia no solo para marcar la agenda política y mediática, para poner encima de la mesa la necesidad de un reconocimiento siempre negado y tan material como cualquier otro dolor social, para mostrar que la igualdad, como la unidad, no se decreta por leyes o vanguardias sino que se construye. Sino para, como decía antes, articularse también con otras demandas y luchas, como la del reparto de los tiempos productivos y reproductivos, el cuestionamiento de la centralidad del trabajo asalariado en la conformación de la identidad, para poner en el centro del vínculo social los cuidados y las relaciones no mediadas por la mercancía, para dialogar y agregar en sus luchas reivindicaciones (tan simbólicas como materiales) por la renta básica o la reducción del tiempo de trabajo. Es decir, para desbordar la artificial, y seguramente inoperante, separación entre lo cultural y lo económico.

Y la lucha de los pensionistas, ¿no encierra también un cuestionamiento posible de la centralidad del trabajo asalariado para contabilizar las pensiones y, más aún, para dar sentido a una biografía? ¿Acaso no tienen las actuales luchas la potencia de pensar la pensión con independencia del trabajo realizado y el salario obtenido a lo largo de una vida? De desvincular, por tanto, las cotizaciones pasadas de las condiciones de vida y el cuidado debido en el presente. Si esto es así, hay elementos sustantivos para, de nuevo, pensar en común las luchas de mujeres y pensionistas, y de hacerlo yendo más allá del paradigma socialdemócrata de la regulación salarial y la universalización de los servicios públicos.

Se puede (se debe) avivar la ola de cambio político afirmada a partir del 15M, sortear su parálisis actual, sin regresiones y cierres en falso. No va a ser fácil, pero si nos hacemos trampas al solitario, será imposible. Como sostenía Judith Butler hace ya casi 20 años: “Los mismos movimientos que mantienen a la izquierda con vida son justamente a los que se culpa de su parálisis”.