Hubo una vez un partido, tampoco hace tanto, dos años, que era el tercero del Congreso –16 diputados hasta 2015- y negociaba de tú a tú los presupuestos. Se llamaba Convèrgencia i Unió. Sus restos viajaban ayer dispersos en vagones distintos a Madrid en el último AVE desde Barcelona. En el vagón número 3, gente variada del PDeCAT. En el último, discreto y en penumbra, Josep Antoni Durán Lleida, correcto y modosito, como un pincel y con mochila de piel. “¿A apoyar? No, yo no voy a apoyar a nadie, me apoyo a mí mismo”, explicó medio en broma medio en serio a un compañero de EL PAÍS. Ahora va a lo suyo. Era el portavoz del grupo catalán en el Congreso hasta hace dos años. El resto de sus excompañeros también andaba muy repartido. Unos extraviados en Bruselas y otros, en Madrid. Y allí, unos en el juzgado y otros, en la puerta esperando, mezclados con otra gente, independentistas y afines.

Tras los saludos y los aplausos de ánimo, tras dejarse insultar con resignación democristiana, o ya simplemente laica, por cuatro fachas –uno hasta les leyó a gritos a Jose Antonio y lo de la unidad de destino en lo universal-, acabaron relegados en los columpios del parque que está entre el Supremo y la Audiencia, una especie de tierra de nadie un poco triste. Había solo un banco y cabían seis, se tenían que turnar. Proclama tú una república para esto, para acabar matando el rato en la zona infantil, con Rufián y gente de Bildu. Y sin saber si vas a desaparecer en las próximas elecciones. Todos esperando acontecimientos en un lugar un tanto irreal, como la república catalana, especialmente los de ERC, que ya tenían que ser todos ministros y no estar allí plantados junto a un balancín de colores. Era un paisaje que inspiraba melancolía, muy descolocado.

Artur Mas se piró rápido, como siempre, tras una aparición aristocrática de las suyas para pronunciar unas palabras solemnes, y allí se quedaron los demás mientras en el aire flotaba la estela de su colonia. Entre setos de laurel que les cortaban a la visión de cintura para abajo, parecían muñecos moviéndose en un guiñol sin guion ni concierto. Francesc Homs, por ejemplo, con aire de jubilado aparcado en un banco, y es que además conoce la zona. Él se tragó enterito un proceso en el Supremo, empollándose bien el tema, respetando escrupulosamente el orden institucional y diciendo que, por dios, no se enteró de nada en aquella consulta del 9-N de 2014. Qué superado ha quedado eso, y fue hace nada, en febrero. En marzo le echaron del Congreso tras una inhabilitación de 13 meses y 30.000 euros de multa.

Aislados de la prensa y vigilados por la policía en el recinto de juegos, con algún perro que paseaba por allí, esa espera tuvo algo de fuera de lugar, como todo últimamente. Quizá humillante, aunque no parece que fuera a mala idea, si no hubieran dejado cubos y palas. Pero el que más se salió del coro fue el exconseller Santi Vila, que llegó solo a declarar a la Audiencia, por su cuenta. Los cuatro ultras que aparecieron por allí le insultaron como los demás, porque no distinguen bien los matices. Pero los suyos sí. No solo es que dimitiera y le gusten los toros, es que llegó con el mismo abogado de la Infanta en el juicio Nóos. No es el tipo de detalles que te facilitan la candidatura. O sí, según, depende de por dónde quiera ir ahora el partido, si es que lo sabe.

El grupo de los catalanes se distinguía bien, porque eran más monos, más modernos, mejor vestidos. Hasta los que van de macarras lo cuidan. Solo se les enfrentó un grupillo más bien folclórico, con una señora que llevaba una bandera española con el sagrado corazón de Jesús, una iconografía de lo más reconfortante, pero que se fue a la primera de cambio, debía de tener recados que hacer. También andaba por allí a ver si alguien se acordaba de ellos un grupo de ancianos de Afinsa, los estafados en el escándalo del fórum filatélico. Cataluña monopoliza todo, y es una pena, porque hay cosas que pasan inadvertidas: sin ir más lejos, luego tiene que aparecer por allí David Marjaliza, el de la Púnica, pero no es el día adecuado para que nadie le hiciera mucho caso. Mucho menos a un grupo de chavales de chándales negros repantingados en la acera de enfrente de la calle Génova, que no pegaban nada en un barrio pijo entre una tienda de sushi, otra de crepes y otra de alimentación saludable con tratamientos detox. Eran los compañeros de doce raperos y músicos de hip hop de entre 19 y 27 años, del grupo La Insurgencia, acusados de enaltecimiento del terrorismo por las letras de sus canciones, una de esas cosas raras que pasan últimamente por la Audiencia Nacional. “¡Libertad de expresión!”, gritaron al salir y pasar delante de la tropa indepe de los columpios, que les aplaudió como si también fueran de los suyos. Aunque no hace nada muchos de ellos les hubieran mirado con miedo y se habrían asegurado de que llevaban la cartera. “¡Somos músicos, no terroristas!”, gritaron los chavales impotentes, pero al tráfico, porque apenas había periodistas para escucharles.

Entre los independentistas no se sabía bien quién había ido al final a declarar, algunos se sorprendían de que faltara el conseller Puig, que se quedó en Bruselas. Es raro esto de estar en un partido en el que no sabes ni en qué país están los tuyos. Ni tú mismo, sin aclararte si la república catalana es real, o un sueño, o una pesadilla. Y esto sigue y no se acaba. Eran como esos niños desolados de los columpios que esperan que su madre vaya a buscarles para llevarles a casa. Y Puigdemont, tomando café en Bruselas.

 

 

 

FUENTE: ELPAIS