Ayer, por esas casualidades, coincidieron las presentaciones de los nuevos libros de Joaquín Almunia (‘Ganar el futuro’) y de Joaquín Estefanía(‘Revoluciones. 50 años de rebeldía’), dos nombres muy ligados a la socialdemocracia española de los últimos años, uno por su condición de ex secretario general del PSOE, el segundo por haber dirigido ‘El País’ durante varios años, y por una obra amplia en la que deja clara su posición política. Desconozco quién atrajo a más asistentes, muchos de los cuales imagino amigos comunes, pero la coincidencia es significativa en la medida en que pone de manifiesto dos tipos de visión del mundo que conviven bajo el rótulo socialdemocracia, y que ponen el acento en problemas muy diferentes.
Del libro de Almunia (cuyos presentadores previstos eran Felipe González y José María Maravall, el exdirector del Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March) ya hemos hablado para señalar ese cúmulo de lugares comunes, de incitaciones abstractas al cambio y de posiciones políticas cercanas a Macron y a Rivera que son típicas de las nuevas expresiones del viejo socialismo. El texto de Estefanía, que fue presentado por Soledad Gallego e Ismael Serrano, es mucho más interesante y pone el acento en un par de aspectos clave de nuestro presente.
En los últimos 50 años, a cada revolución juvenil le ha sucedido una dura reacción de la derecha
‘Revoluciones’ subraya un asunto de notable importancia que suele pasar desapercibido: las explosiones sociales que hemos vivido desde el 68 forman parte de un ciclo de acción-reacción. Las generaciones juveniles hicieron visibles sus demandas en manifestaciones callejeras, sus reivindicaciones fueron ampliamente visibilizadas y generaron notable agitación social. Ocurrió en 1968, en 1999 con la antiglobalización y en 2011. Pero siempre aparecía una continuación de corte reaccionario, que fue puesta en marcha, respectivamente, por Thatcher y Reagan, los ‘neocons’ y Trump.
Clase juvenil, clase obrera
El actor principal de esas revoluciones fue la clase juvenil que, como señala Estefanía, vino a sustituir en tanto de motor a la clase obrera. Fueron expresiones políticas más mediáticas y más dispersas, en tanto recogían una colección amplia de demandas, pero carecían de una articulación social que las respaldase y que, una vez emitidas, pelease por alcanzarlas. Eran más bien invocaciones a cambios, a veces concretos, en otras indefinidos, a veces revolucionarios, y que en general se lanzaban también contra los partidos, a los que se veía como parte del problema. Sin embargo, y dado que estos, y actores sociales como sindicatos o asociaciones, eran los únicos que poseían algo de fuerza estructurada, quedaba en sus manos la posibilidad de que se llevasen a efecto.
En lo económico, es muy evidente: desde 1968, los movimientos de derecha, liberales en el peor sentido, han ganado posiciones mucho mejores
Estefanía deja claro que esa debilidad no implica que tales revueltas no influyesen en la sociedad, más al contrario. Por ceñirnos al caso occidental, el 68 fue el inicio de un cambio cultural profundo, que transformó muchas de las costumbres y de los hábitos sociales, la antiglobalización puso sobre la mesa asuntos tremendamente relevantes, cuyas consecuencias percibimos hoy de manera nítida, y los movimientos de 2011 trajeron a escena nuevas aspiraciones ligadas a la democracia real.
El giro
Sin embargo, la que sí estuvo articulada fue la reacción, continua, incesante y efectiva, y que provocó notables cambios estructurales. Incluso ganaron la partida en el terreno de los movimientos sociales: Occupy Wall Street fue un hito, pero el movimiento que realmente generó recorrido político fue el Tea Party; hubo manifestaciones en Londres en 2011, pero quien sacó al Reino Unido de la UE fue el Ukip. En lo económico, es mucho más notable: desde 1968, los movimientos de derecha, liberales en el peor sentido, han ganado cada vez mejores posiciones.
El viejo programa económico de la socialdemocracia europea es ahora percibido como un gran peligro para el sistema
Tan es así que el programa económico que seguía la socialdemocracia europea en los años en que las revoluciones comenzaron es ahora percibido como un gran peligro para la economía, un tipo de gestión que resultaría catastrófica y que acabaría con el bienestar europeo. Simplemente con comparar lo que ponían en marcha el partido socialdemócrata alemán o el francés cuando estaban en el poder en los años sesenta y setenta con lo que ahora proponen (y eso si existen), se constata la magnitud del giro político y económico que se ha producido en las sociedades europeas.
El conflicto institucionalizado
La cuestión de fondo es que la socialdemocracia, los sindicatos y la izquierda en general funcionaban en un marco que aceptaba el conflicto. Los empresarios odiaban las huelgas, pero entendían que debía existir negociación colectiva, y que un margen de acción en ese terreno era necesario para que la sociedad funcionase. Las políticas redistributivas podían gustar poco, pero eran entendidas como adecuadas para dar cohesión a la sociedad. Y así sucesivamente. Pero ya no estamos en ese escenario. Eso explica también parte del fracaso de las revoluciones callejeras, porque ponían demandas encima de la mesa pero carecían de la fuerza precisa para obligar al poder a asumirlas. Aquellas que resultaron funcionales, porque no ahondaban en la única parte esencial del sistema, la económica, fueron toleradas y comenzaron a formar parte del sentido común dominante. Pero el resto se perdieron en el aire. O más bien, como señala el libro, instigaron una revolución en sentido contrario que cada vez es más profunda.
Demandas mínimas y razonables ya no son integradas por el sistema. O más bien lo son en tanto discurso, pero nunca en cuanto a su práctica
Asegura Estefanía que sus aspiraciones, en el escenario presente, son muy pocas. Que bastaría con tres cosas: defensa de los derechos humanos (civiles y políticos), lucha contra el cambio climático e igualdad de oportunidades. No parece un programa revolucionario. Es más, incluso puede suponer una rebaja respecto de lo que proponía la socialdemocracia clásica porque, entre otras cosas, la igualdad no se reducía a la igualdad de oportunidades, sino que aludía a un contenido económico bastante más amplio.
La brecha
Este es un buen ejemplo de las dificultades que debemos afrontar. Porque estas demandas mínimas, que podríamos denominar razonables, ya no son integradas por el sistema. O más bien lo son en tanto discurso, pero nunca en cuanto a su práctica. Casi todo el mundo coincide en que se debe luchar contra el cambio climático, pero la realidad es que todos miran hacia otro lado cuando se trata de llevarlo a efecto. En Occidente, las libertades políticas y civiles están muy bien vistas, pero la calidad de nuestras democracias es muy escasa, y los retrocesos en ese sentido son obvios. Y en cuanto a la igualdad de oportunidades, a casi nadie le parece mala idea, solo que las medidas que se toman tienden a ampliar la brecha entre la clase más favorecida de la sociedad y el resto, con consecuencias muy evidentes en cuanto a las posibilidades de unos y otros.
El poder ya no tolera las resistencias institucionalizadas y está empujando a las fuerzas de izquierda hacia la irrelevancia
De modo que quizá deberíamos enfocar el problema de otro modo. Las opciones tradicionales que vivían en un conflicto institucionalizado han perdido pie porque el nuevo régimen ya no las tolera y va empujando a sus rivales hacia la irrelevancia. No perciben ni un poder interior que les pueda hacer frente ni tampoco un poder exterior, como era la URSS, que saque partido de las contradicciones internas. Y eso les lleva a aplicar sus medidas sin tener en cuenta a los perjudicados, aunque sean mayoría.
La caída del régimen
Las consecuencias de esta falta de tensión política fueron estudiadas de un modo muy preciso por Maquiavelo, como subrayó en el siglo pasado Claude Lefort con maestría. Una de las más relevantes es la siguiente: si se solicita algo razonable para nuestra mentalidad, por ejemplo, que existan elecciones con regularidad en las que podamos elegir a nuestros representantes, pero el sistema se opone (un país comunista del Este o el franquismo, p. ej.), la única posibilidad de que esa demanda sea cumplida es que el régimen caiga.
Su respuesta es «no hay dinero”, “en este momento existe riesgo para el sistema económico” o “si comenzamos a gastar, todo se viene abajo”
Este es el gran problema al que nos enfrentamos. Esas reivindicaciones que señala Estefanía, que suenan a un programa de mínimos, no son integradas por el sistema. Y no las niega porque entienda que resultan poco razonables, sino que se escuda en cuestiones que podríamos denominar técnicas. Su respuesta es siempre “no hay dinero”, “en este momento, pondrían en riesgo el sistema económico” o “si comenzamos a gastar, todo se viene abajo”. Son descritas como asuntos importantes cuya aplicación real ha de diferirse a mejores momentos, cuando haya recursos, cuando el escenario cambie o cuando Putin no nos amenace detrás del nuevo telón de acero. Y mientras hablamos del futuro que nunca llega, se aplica un programa de gobierno económico, el que deciden el BCE y la UE, que determina en gran medida las posibilidades de los países que formamos parte del euro, que no hace más que ampliar la brecha social y que no va a dar marcha atrás. Un indicio: el nuevo ministro de Finanzas alemán, el socialdemócrata Olaf Scholz, ha nombrado secretario de Estado a Jörg Kukies, un hombre de Goldman Sachs.
Cambiar mucho para conseguir poco
Incluso si el objetivo fuese modesto, como conseguir que hubiese un poco menos de desigualdad material o que las oportunidades estuviesen mejor repartidas, bastaría con cambios en la política del BCE para generar transformaciones notables. Pero es justo lo que no se está haciendo. Y, por otra parte, es algo sobre lo que los ciudadanos podemos opinar pero nada más; no está en nuestras manos plantear otras medidas, por el estatuto especial del que el BCE goza, un órgano técnico independiente de la política. De modo que, para poder influir en ese asunto tan importante como es nuestra economía, los ciudadanos deberíamos transformar de un modo sustancial la arquitectura que la gobierna. Es un aspecto importante, pero es solo uno más de los muchos que señalan que hoy, para lograr pequeñas cosas, estamos obligados a cambiar muchísimas.
La paradoja final es que si eres políticamente moderado, tienes que convertirte en revolucionario para lograr tus objetivos
Este es un aspecto que la izquierda no suele entender. Muchos de los reproches a las clases medias que vienen desde el lado zurdo del tablero señalan que esta clase solo quiere tener una vida cómoda, gozar de una segunda residencia y contar con recursos para salir a cenar de vez en cuando e irse de vacaciones sin estar contando los euros. Pero para que exista una clase media amplia con los suficientes ingresos y la seguridad precisa para tener ese tipo de vida, hay que cambiar las cosas radicalmente. Y esto es lo que la clase media no suele entender de la derecha liberal: que si seguimos con sus programas, cada vez menos gente vivirá así, y probablemente ellos pasarán a formar parte de la clase empobrecida.
En ese contexto, las opciones políticas que están funcionando son aquellas que, al menos en cuanto discurso, no aspiran a ser integradas en un conflicto institucionalizado, sino que pretenden cambiar el estado de cosas reinante. O, al menos, son percibidas de esta manera. Esa creencia en que iban a cambiar sustancialmente las cosas fue lo que dio votos a Trump, al Brexit, a la Lega Nord, a Le Pen y a tantos otros en Europa. Mientras, la izquierda permanece en el marco de la vieja socialdemocracia, lo cual no quiere decir que continúe anclada en sus programas: sigue pensando que si lanza las demandas de una mayor igualdad, redistribución y de más derechos políticos a los que mandan, estos cederán y darán marcha atrás. Ya no estamos ahí. La paradoja final es que si eres moderado, tienes que ser bastante revolucionario para lograr tus objetivos. Mala cosa.
FUENTE: ELCONFIDENCIAL