Era previsible que la hecatombe electoral que ha sufrido el PSOE en Andalucía, su feudo tradicional, abriera vías de agua en el casco del partido que gobierna España desde la moción de censura. La división crece como un ruido sordo que presumiblemente empezará a hacerse oír por boca de los barones regionales, los más críticos con la estrategia de Pedro Sánchez: con su forma de acceder al poder y con las alianzas anticonstitucionales que estableció para mantenerse en Moncloa sin convocar elecciones. La severa contestación en las urnas andaluzas que ha recibido la deriva sanchista -no cabe atribuir el desplome únicamente al desgate de 40 años de régimen socialista, fruto de la gestión ineficiente y la escandalosa corrupción- atemoriza a los candidatos del PSOE con vistas a las cercanas autonómicas; creen que van a ser castigados de igual modo por errores que competen a Sánchez. Y sugieren un retorno a la moderación constitucionalista, como hizo Emiliano García-Page en estas páginas, sugerencia que encierra una autocrítica tan acertada como impotente.

Porque tras su victoria en las primarias y el cambio de estatutos para reforzar el poder interno del secretario general frente a los barones, no parece que Sánchez vaya a darse por enterado. La reacción de Óscar Puente y de José Luis Ábalos, que han venido a responsabilizar en exclusiva a Susana Díaz de sus pésimos resultados y a insinuar la necesidad de su dimisión, apunta a la bunquerización del presidente del Gobierno. Si nunca le motivó demasiado convocar elecciones, ahora tiene menos motivos que nunca para hacerlo; el problema es que el precio de su tozudo aislamiento será un deterioro progresivo de la marca socialista que amenaza con recortar drásticamente su poder territorial.

Sánchez no quiere entender que aliarse con los partidos que insultan a los andaluces, como diría Talleyrand, es peor que un crimen: es un error. Si algo prueban las elecciones andaluzas es que la polarización diseñada por Moncloa es contraproducente además de inmoral. De Jordi Pujol a Quim Torra, el supremacismo catalán ha dado muestras constantes de xenofobia y odio al charnego, en buena medida de origen andaluz. Su trabajo levantó la Cataluña próspera que el nacionalismo ha querido separar insolidariamente de aquellos que labraron su fortuna. Sin considerar la trama de afectos anudada en la clave nacional, no se comprende el veredicto de los andaluces, más allá de causas complementarias como la inmigración, la desafección o la ola populista global.

En Andalucía se ha pedido cambio: no interpretarlo así sería traicionar la voz de la calle. Pero tal cambio no debe cimentarse sobre bases radicales. Cabe pedir altura de miras a los partidos constitucionalistas para que la etapa que se abre aplaque la polarización y relance la convivencia avalada por la Carta Magna que cumple 40 años.
 
 

FUENTE: ELMUNDO