FERNANDO ÓNEGA

 

Al fin, algún político independentista se decide a obedecer a los tribunales. Desde ayer, la comunidad sin ley que es Cataluña lo es un poco menos. Esquerra Republicana, el partido más realista de cuantos propugnan la república, decidió cumplir el auto del juez Llarena y sus dos diputados presos, Junqueras y Romeva, designaron sendos sustitutos. Supongo que ha sido por miedo a que el Supremo inhabilitara al presidente del Parlament, Roger Torrent, pero eso es lo de menos; lo trascendente es que se impuso el criterio del magistrado, como si Cataluña empezara a ser una comunidad regida por el principio de legalidad.

La obstinación de Junts per Catalunya, sin duda manejada por Puigdemont desde Bruselas, tuvo tres consecuencias automáticas: se rompe el bloque independentista, cuatro diputados de JxC pierden su condición y el secesionismo pierde su mayoría en la Cámara. No es fácil entender lo ocurrido, salvo que se acuda a la voluntad de crear la máxima tensión, el deseo de provocar que se siga hablando de represión o el culto al personalismo de Puigdemont, que desafía a los tribunales con la impunidad que le permite su estancia en Waterloo: «Húndase el Parlament y la mayoría secesionista, húndase Cataluña, perdamos cuatro escaños, con tal de que yo pueda seguir actuando como presidente de la república en el exilio».

Miren que el juez Llarena había sido escrupuloso: permitió que hubiera delegación, y no simple suspensión, para no alterar la correlación de fuerzas en el Parlamento. Pero ni así: quien lleva en su ADN la desobediencia y el desafío seguirá con ellos hasta el fin de sus días. ¿Y con esa gente, encabezada por el vicario Torra, piensa Pedro Sánchez establecer algún acuerdo? Ayer se volvió a demostrar que es imposible. ¿Y qué va a ocurrir ahora? Adelantar elecciones sería lo razonable, pero ya no podrá ser antes de marzo porque Susana Díaz se adelantó y el calendario no abre ningún otro hueco. Podría ser la oportunidad para que Inés Arrimadas presentase una moción de censura a partir del próximo día 27, pero sería una moción para perder, porque no la apoyarán ni los Comunes ni probablemente los socialistas.

Cataluña se encuentra, pues, a las puertas de una crisis política de incierta duración, con un Gobierno de ineficacia demostrada, con un Parlamento caótico y con unas fuerzas políticas que lo han roto todo. Lo último es que se han roto a sí mismas. Si aquello fuese un país normal, donde se respeta a la lista más votada, sería el momento de Arrimadas. Pero está claro que, en política, Cataluña no es un país normal. Consolémonos pensando que, al menos, la arrogancia de Puigdemont permite que no se repruebe al Rey ni se reclame la autodeterminación.

Cataluña está a las puertas de una crisis política de incierta duración, con un Gobierno de ineficacia demostrada, con un Parlamento caótico y unas fuerzas políticas que lo han roto todo