FERNANDO ÓNEGA

 

Hace algún tiempo circuló por las redes una viñeta en la que veía el Congreso de los Diputados del que salían insultos que el humorista camuflaba con grafismos equivalentes: culebras, sapos y otras figuraciones frecuentes en este tipo de dibujos. Por delante paseaban dos peatones y uno dice al otro: «Están pasando lista». La viñeta era un anticipo de lo que ocurrió ayer: parecía que, efectivamente, sus señorías los diputados estaban pasando lista por los insultos que se escucharon. Mentiroso, chaquetero, traidor fueron algunos de los piropos que se intercambiaron los diputados Sánchez, Casado y Rivera entre el clamor de sus bancadas. Era la penúltima sesión de control de la moribunda legislatura y todos hablaban en clave electoral.

¿En clave electoral? Permítanme la duda. Hablaban en clave de insulto. Faltos de ingenio, carentes de mejores recursos dialécticos, imaginando el Congreso como escenario de la gran contienda, no hicieron otra cosa que lanzarse improperios, como si estuvieran en un debate periodístico. «Clima tenso», dijeron algunas crónicas. «Clima bronco», calificaron otras. Clima poco edificante y poco útil, añade este cronista. Si realmente los discursos tuvieran intención electoral, no se entretendrían en descalificar a la persona. Puesto a cambiar la letra de la pregunta como la cambió Albert Rivera, pudo haber interrogado al presidente sobre el fiasco del Pacto de Toledo, sobre la cuantía de las pensiones y su financiación sin Presupuestos o sobre las señales de enfriamiento económico. Los españoles ya sabemos más o menos a qué altura puede llegar el insulto. En cambio, nos encaminamos hacia unas elecciones en las que el pueblo español tiene algún derecho a que cada partido le explique qué piensa hacer de su vida.

Así que, o mucho cambian las actitudes, o nos metemos en campaña en plena explosión de la crispación, ayudados encima por los desaciertos del libro de Sánchez. Se me podrá replicar que siempre ha ocurrido lo mismo, y es cierto; pero con alguna diferencia: en los 40 años de Constitución, Cataluña no planteó un desafío al Estado comparable al actual, y ese hecho pide a los constitucionalistas algo más que bronca, que con broncas no se arregla el problema territorial. Las pensiones son la forma de vida de más de diez millones de personas y eso no se arregla poniendo un cartel a las puertas del Palacio de La Moncloa o con proclamas genéricas en una sesión de control. Y en los últimos días se han publicado datos de la precariedad que contradicen escandalosamente la euforia oficial. ¿Alguien piensa decir algo de eso? Da la impresión de que no. Por pura obligación y necesidad patriótica, los candidatos tienen que ir cambiando el chip.