Se llamaba Herman Blanco Ramos y era el padre de la madre del líder del PP. En Palencia, donde fue condenado por tener carné de la UGT al estallar la Guerra Civil, se convirtieron en leyenda popular los ‘éxitos médicos de Herman’ en la cárcel. El Régimen le hizo un consejo de guerra y le condenó a «reclusión perpetua». Su buen comportamiento e informes de gente que intercedió por él lograron que lo excarcelaran en 1941, aunque no tuvo la libertad total hasta 1956. Muchas veces el acomodador del cine lo expulsaba al verlo en la sala con su esposa, Olga, aún viva. Mantuvo sus convicciones republicanas hasta el final. Murió en 1988. Y durante toda su vida fue un antifranquista acérrimo y visceral que apagaba la televisión en cuanto aparecía Franco en pantalla. Su nieto, elegido ayer nuevo líder del PP, fue presentado estos días de campaña frente a Sáenz de Santamaría, la derrotada, como el candidato más ideologizado de la derecha. «No gastaría un euro en desenterrar a Franco», ha dicho Pablo Casado.
Junio de 2015. Quinta planta de Génova. En un luminoso despacho se encuentra sentado el vicesecretario del PP Pablo Casado. Tiene el rostro pálido. Revisa tuit a tuit con desesperación. No tiene asesores que le ayuden a minimizar la tormenta que se ha desatado en su contra. Los memes comparándole con Franco corren como la pólvora. Un comentario en un programa radiofónico calificando a los socialistas como «carcas» por estar «todo el día con la guerra del abuelo y con las fosas de no sé quién» le convierten en el centro de las iras de la izquierda. E incluso se lleva una reprimenda interna. «No tienes que ser tan radical. Tienes que moderarte. Tenemos que buscar el centro», le dice un destacado dirigente de su formación. Él se sincera con un amigo. «Yo flipo con esto. Me llaman franquista cuando mi abuelo ha sido un represaliado del dictador. ¡Hasta estuvo en la cárcel!».
Este lunes, en la recta final de su carrera para liderar el PP, rescata el mismo discurso contrario a reabrir las viejas heridas de la Guerra Civil: «No gastaría ni un euro en desenterrar a Franco». El mensaje hace que el ex presidente socialista Rodríguez Zapatero le describa como el candidato más ideologizado de la derecha (y muestre, para júbilo del equipo de Casado, su preferencia por Soraya Sáenz de Santamaría).
Lo cierto es que Pablo Casado no es hijo ni nieto del bando ganador de la contienda. Su abuelo era precisamente lo contrario a un franquista: fue un médico rojo, con carné de la UGT, que sufrió por ello cárcel y represalias. Y, añade el entorno del político, que nunca clamó venganza.
El político apenas guarda recuerdos de su abuelo materno porque murió cuando él tenía siete años. Sí palpó el daño que hizo el Régimen en su familia. «Prefiero no hablar del tema para no darle un disgusto a mi abuela, que aún vive. Es un tema ya olvidado y no podemos vivir en el rencor del pasado», confiesa Casado a Crónica. Por su propia experiencia familiar, él es partidario de «no remover» las penurias de la cruenta guerra. Penurias que conoció en sus propias carnes su abuelo Herman Blanco Ramos.
18 de julio de 1936. Alzamiento militar. Varios sindicalistas de UGT se encierran en la Diputación Provincial de Palencia en protesta contra el golpe de Estado. Luchan por que se mantenga la legitimidad de la República. Entre ellos se encuentra un joven especialista en cirugía digestiva. Este hombre de pelo rizado tenía un futuro prometedor, pero la sublevación truncó sus planes de triunfar como médico.
Hijo de agricultores nacido en 1912 en Meneses de Campos (Palencia), Blanco Ramos había querido formarse entre los mejores y, por ello, se fue a cursar su carrera de Medicina a Valladolid con su hermano Eovaldo. Por aquellos años, Herman se tenía a sí mismo como un tipo con suerte. Era conocedor de que, mientras él podía desarrollar su actividad académica, dos de sus hermanos, Genaro y Julio, se tenían que dedicar al campo para ayudar a su padre, aquejado de problemas de próstata. Lo tenía tan presente que compaginó sus estudios con su trabajo como profesor particular y las labores de labranza en sus vacaciones.
Sus notas fueron magníficas. Y al terminar la carrera pudo viajar a Alemania para complementar su formación en la prestigiosa Universidad de Heidelberg. Herman volvió a su tierra natal, Palencia, para trabajar en un centro sanitario de reciente creación.
El abuelo de Casado no era un médico aislado en su consulta. Le gustaba introducirse en la sociedad palentina, compartir sus conocimientos. Y, según se recoge en el libro de Albano de Juan Castrillo ‘Los médicos de la otra orilla’ (editorial Cálamo), le gustaba asistir a conferencias. Una de las charlas a las que fue versó sobre ‘La sanidad e higiene en el medio rural’, y de aquel día consta la primera mención a Herman en el Boletín del Colegio de Médicos de Palencia. Le refiere como «un notable médico cirujano». El maestro de Herman fue el doctor Aguilar, médico de la Marina de Guerra y con formación en América. Un erudito que también le transmitió sus ideales socialistas. Herman acabó afiliándose a la UGT.
Llega el 18 de julio de 1936 y estalla el golpe de Estado justo cuando la vida de Herman era un remanso de paz. En una ciudad donde era muy querido, enseguida observa cómo sus pacientes se dividen en dos bandos. El gobernador civil de Palencia le pide al joven cirujano que le lleve material sanitario a su institución. Al hacerlo, en el Gobierno Civil le entregan una pistola Star del calibre 6,35. Después, se dirige a la sede de la Diputación junto a otros sindicalistas y se encierra en el edificio para oponerse a la sublevación. Las tropas del Regimiento de Villarrobledo instalan sus ametralladoras enfrente del Palacio de la Diputación. Aquello es una ratonera para Herman y sus compañeros. Con el miedo en el cuerpo, escapan por la única de las ventanas que no estaba en la línea de fuego.
Un día después, Herman se presenta como voluntario para atender a los posibles heridos de una contienda que amenaza con ser cruenta. Pretende dejar claro que sólo quiere tomar parte en este conflicto como médico, para salvar vidas. Pero un golpe de mala fortuna le convertirá en enemigo del Régimen.
Pudo escapar de su encierro en la Diputación sin ser detectado por las fuerzas del bando de Franco, pero el carné de la UGT se le cayó al suelo en el momento de su huida. Y ese documento le terminó condenando.
Herman Blanco sería arrestado por la policía el 13 de agosto de 1936 y conducido a la prisión provincial de Palencia. Comenzaba su vía crucis. Consejo de guerra y una condena a prisión perpetua. Según la Fundación Pablo Iglesias, dicha pena se correspondía con 30 años de reclusión con las accesorias de interdicción civil e inhabilitación absoluta durante su condena por un delito de rebelión militar. A pesar de los esfuerzos de su abogado por demostrar que Herman acudió sólo a la Diputación para auxiliar a posibles heridos, el Estado Mayor de la VI División confirmó su condena.
Herman asumió su pena en prisión y puso todos su conocimientos en ayuda de los reos de la cárcel. Según se relata en el libro de Albano de Juan Castrillo, el cirujano salvó la vida a un joven herido de bala al borde de la muerte. Pero de nada sirvió. Días después de la milagrosa operación, al herido lo condujeron ante el pelotón de fusilamiento. «A Herman se le saltaban las lágrimas pensando, tal vez, si no había sido mejor para el muchacho haberlo dejado de morir», se cuenta en ‘Los médicos de la otra orilla’.
Operar fuera de la cárcel
En el interior de la prisión, para operar y ante la ausencia de material sanitario, Herman tuvo que recurrir a tapas de latas de sardina. Las usó como bisturí. Era tan profesional que incluso le sacaron un día de prisión para operar de cáncer de mama a la esposa de una persona relevante de Palencia.
Mientras el doctor trataba de sobrevivir en una cárcel hacinada de presos políticos y usaba sus conocimientos médicos para salvar vidas, su familia movió Roma con Santiago para aligerar su condena. También se tuvo que emplear a fondo para salvarlo del pelotón de fusilamiento, pues ese fue el trágico destino de 32 de las personas que participaron con él en el encierro de la Diputación. Sus familiares comenzaron una campaña para demostrar que Herman nunca tuvo una vinculación política real, que él sólo quería ser médico y que tenía fuertes convicciones religiosas, clave para sobrevivir en un régimen bajo palio. Para ello, acudieron a la congregación de María Inmaculada y San Luis Gonzaga de Valladolid, para que diesen fe de que fue congregante.
Un «hombre bueno»
El párroco de Meneses de Campo escribió en mayo de 1939 un certificado destacando que Herman no sólo era un excelente profesional, sino también un hombre bueno. El director de la Casa de Salud de Valdecilla, donde trabajó, también le apoyó en un documento donde decía de él que «asistió con el mayor celo y acierto a los soldados hospitalizados por heridas recibidas en el movimiento revolucionario de Asturias sin que se tenga noticias de que actuase en ningún sentido político». Pero si hubo una persona clave en esta operación fue su hermana pequeña Trinidad, que se ganó el cariño del presidente de la Diputación de Palencia, Buenaventura Benito. A él le rogó clemencia. Y lo consiguió, pues fue Benito quien logró que el cuerpo de Herman no acabase enterrado en una cuneta. El cirujano agradecería de por vida a Benito su gesto. Le regaló una maquinilla de afeitar a su salida de prisión.
La familia se esforzó en sacarlo de la cárcel cuanto antes. Sus gestiones empezaron a dar frutos y en 1939 la junta disciplinaria del penal decidió considerar sus trabajos sanitarios para reducir su pena. El gobernador le pide al presidente del Colegio de Médicos de Palencia que haga un informe sobre «la conducta moral, pública y privada del cirujano determinando su actuación político-social, antes y durante el Glorioso Movimiento Nacional». El presidente de la institución, Nazario Martín, no rompió una lanza en su favor.
En la batalla por su salvación entra en escena el prior de los dominicos del convento de Santo Tomás de Madrid, que aporta un certificado a favor de Herman destacando su religiosidad y su posición alejada de la política. También su maestro, el doctor Aguilar, exiliado en México, trata de intercambiar a su pupilo por otro rehén en manos del ejército republicano.
Estos esfuerzos provocan que en 1941 se proponga la conmutación de su penapor una de tres años. En marzo de ese mismo año, Herman vuelve a respirar en libertad. Sale victorioso del informe de depuración realizado por el médico de Grijota Julián Ortega, que reclama varios informes sobre él. Acude al delegado provincial de investigación de la Falange y al Juzgado Provincial de Responsabilidad Política, que coinciden en señalar que «con anterioridad al Glorioso Alzamiento no tomó parte activa en política aun cuando, influenciado por sus hermanos, tenía amistad con algunos elementos destacados del Frente Popular […]. Que fue detenido en el Palacio de la Diputación, lo cual es inexacto, habiéndose encontrado una lista en el Gobierno Civil en la que figuraba para serle entregada un arma corta, y que había quedado probado en el consejo de guerra que el figurar en dicha lista era ajeno a su voluntad y que se había comprometido a prestar sus servicios médicos a los encerrados en la Diputación negándose a recibir arma alguna». Una versión contradictoria a la considerada como probada por el Ministerio Fiscal en 1936.
Pero lo que no imaginaba Herman es que, después de salir ileso del expediente depurador, fuera el Colegio de Médicos el que decidiese sancionarle. Es decir, sus colegas de profesión. Eran tiempos en los que una persona podía ser juzgada por el mismo hecho en varias ocasiones. La institución, tomada por médicos de ultraderecha que tenían celos profesionales a Herman, decidió sancionarle «por su conducta política y por su contribución y sindicación en la UGT, así como por su actuación de auxilio a la rebelión en la noche del 18 al 19 de julio de 1936». Le castigaron con su «inhabilitación para ocupar cargos directivos o de confianza en las organizaciones colegial o sanitaria».
Ante este vacío de la profesión, Herman se ve forzado a abrir una pequeña clínica quirúrgica junto a su hermano Eovaldo. La clínica fue un éxito.. Sus historia épica de prisión, operando con latas de sardinas ante la falta de instrumental, llenó su consulta de pacientes.
En 1947, Herman contraería matrimonio con Olga, una mujer cubana a la que conoció en Santander. Es la abuela aún viva por la que Casado prefiere no hablar mucho del abuelo encarcelado por Franco.
Habría que esperar hasta 1956 para que Herman fuese liberado de sus antecedentes desfavorables de carácter político. Él ya había optado por no hablar de política en público. Y tuvo que compartir bodas con importantes dirigentes del Régimen, tal y como se recoge en la sección de sociedad del diario ‘ABC’.
En la intimidad sí dejaba aflorar sus fuertes convicciones republicanas. Sus familiares le recuerdan apagando la televisión cada vez que aparecía el dictador o arrancando las páginas del libro donde se referían a él. También se alejó de la religión católica por el papel que jugó de apoyo al franquismo. Un distanciamiento de la fe que acabó cuando murió su hija Olga. El varapalo le hizo reencontrarse con Dios. El médico murió de un cáncer de próstata, como su padre. Sin mostrar ánimo de venganza. Así lo vio siempre su nieto Pablo. A pesar de los intentos de la izquierda de vincularle a la ultraderecha. Tampoco militó en esa ideología su abuelo paterno, otro médico, este del pueblo leonés de Matadeón de los Oteros. Ni su padre, oculista; ni su madre, profesora. Uno y otra siempre han preferido estar fuera del foco.
FUENTE: ELMUNDO