A diferencia de lo que había ocurrido con todas las constituciones que iniciaron un ciclo constitucional en España, las de 1812, 1837, 1869 y 1931, que tuvieron una duración muy reducida y muy accidentada, la Constitución de 1978 ha sido una Constitución con duración prolongada en el tiempo y sin que se haya visto suspendida su vigencia ni una sola vez hasta 2017 en que, con la aplicación del artículo 155 de la Constitución Española (CE), se produjo la suspensión durante unos meses del ejercicio del derecho a la autonomía en Catalunya. Cuarenta años de vigencia ininterrumpida de una Constitución que abre un ciclo constitucional era algo inédito en la historia de España. Si añadimos que ha sido una Constitución “normativa”, que no solamente era un documento político, sino también una norma jurídica alegable ante los tribunales de justicia, el valor de la experiencia es todavía mayor. Con la Constitución de 1978 se ha vivido prácticamente la única etapa de “normalidad constitucional” en toda nuestra historia.

Desde hace unos años hay indicadores diversos que parecen señalar que esta etapa de normalidad constitucional está llegando a su fin. No puedo referirme a todos los indicadores por razones obvias de espacio. Voy a limitarme a tres, que, en mi opinión son los de mayor relevancia.

El primero es el que afecta a las Cortes Generales, que es el órgano a través del cual se proyecta el principio de legitimidad democrática definido en el art. 1.2 CE en la arquitectura constitucional. Desde la primera legislatura constitucional, la que empieza con las elecciones generales de 1979 hasta la décima, la que empieza con las elecciones de 2011, la sociedad española ha sido capaz de hacer una síntesis política de sí misma, que le ha permitido autogobernarse democráticamente. No ha habido en ninguna de esas legislaturas problemas reseñables para la formación del gobierno ni tampoco para el ejercicio de las tres funciones parlamentarias establecidas en la Constitución: la función legislativa, la función presupuestaria y la función de control de la acción del gobierno. Si añadimos que la alternancia entre la derecha y la izquierda se ha producido desde fecha muy temprana, 1982 con González y reproducido posteriormente en cuatro ocasiones: Aznar 1996, Zapatero 2004, Rajoy 2011 y  Sánchez 2018, algo infrecuente en derecho comparado, resulta evidente que durante todas esas legislaturas las Cortes Generales han desempeñado de manera razonablemente satisfactoria la tarea que tienen constitucionalmente encomendada.

Desde 2015 ya no es así. La composición del Congreso de los Diputados y el Senado y el sistema electoral previsto en la LOREG no está posibilitando que la sociedad española se exprese políticamente de una manera que garantice la formación de gobierno y, como consecuencia de ello, las propias Cortes Generales no pueden ejercerse las funciones parlamentarias que acabo de mencionar. España ha sido el primer país europeo occidental en el que se han tenido que repetir elecciones por la imposibilidad de hacer la investidura del candidato a presidente del gobierno en los términos y en el plazo fijado constitucionalmente. Y cuando el Congreso de los Diputados consiguió investir a Mariano Rajoy, lo hizo desvinculando la mayoría de investidura de la mayoría de gobierno, imposibilitando en la práctica que el presidente ejerciera la tarea que tiene constitucionalmente encomendada. Algo similar le está ocurriendo a Pedro Sánchez, que no ha conseguido convertir la mayoría de la moción de censura en mayoría de gobierno.

La ausencia de mayoría de gobierno se traduce en que no se remitan proyectos de ley a las Cortes, teniendo que hacerse uso permanentemente del Decreto-ley, que es una institución que está prevista en la Constitución para que se haga uso de ella de manera excepcional y no para que ocupe el lugar de la ley parlamentaria. También se traduce en la imposibilidad del ejercicio de la potestad presupuestaria, desvinculada desde 2015 del calendario para dicho ejercicio previsto en la Constitución. Al no haber actividad legislativa y presupuestaria, tampoco puede existir acción de control de gobierno propiamente dicha.

El principio de legitimidad democrática, que tiene que expresarse básicamente a través de las Cortes Generales, ha estado presente en las dos últimas legislaturas, pero ha dejado de estar operativo. ¿Será distinto tras las próximas elecciones generales, se celebren cuando se celebren?

El segundo indicador afecta a la Constitución Territorial, que entró en crisis con la sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010 sobre la reforma del Estatuto de Autonomía para Catalunya y que ha desembocado en un conflicto que está políticamente fuera de control en la medida en que se ha producido el desplazamiento del mismo a los tribunales de justicia. Es un indicador que formalmente afecta exclusivamente al ejercicio del derecho a la autonomía en Catalunya, pero que materialmente afecta a la Constitución Territorial de todo el Estado. No volverá a haber “normalidad constitucional” hasta que Catalunya no esté integrada en el Estado de una manera que resulte aceptable tanto para los ciudadanos de Catalunya como para los de las demás comunidades que integran España.

El tercero afecta a la Monarquía, respecto de la cual no se había planteado ningún problema digno de mención hasta la segunda década del siglo XXI. En 2014 dejó de ser así, lo que motivó que se produjera la abdicación del Rey Juan Carlos I en su hijo Felipe VI. Desde entonces el debate sobre la Monarquía ha entrado en la agenda política y no es previsible que vaya a desaparecer.

Son tres indicadores de una crisis de legitimidad importante. Cada uno a su manera. Pero el sistema político español tiene que tener una respuesta para los tres, si no quiera deslizarse por la pendiente del desmoronamiento del edificio constitucional.

 
 

FUENTE: ELDIARIO