En febrero de 2017, ANC y Òmnium convocaron protestas en las que afirmaron que se había acabado la fiesta y era hora de los sacrificios personales. Esa declaración retórica se ha convertido en una profecía autocumplida. El auto de procesamiento dictado ayer por el magistrado Llarena imputa a 20 personas delitos de rebelión, desobediencia y malversación, en un proceso que puede terminar -para algunos de los implicados- con condenas muy graves.

Pero haríamos bien en diferenciar entre los irresponsables y gravísimos hechos que configuran un indiscutible intento de golpe de Estado, y su calificación jurídico-penal. El proceso penal, como construcción racional, exige un discurso sujeto a sus propias reglas y técnicas, que ahorme jurídicamente una descripción de parte de la realidad. Por eso es importante advertir que es provisional: el procesamiento ni siquiera pone fin a la instrucción, por más que la práctica judicial lo sitúe normalmente en su fase final.

El auto describe un relato de hechos difícilmente discutible. La mayoría incluso de público conocimiento. Hubo un diseño, unos pasos previstos, una voluntad de desconocer las resoluciones de los tribunales y una decisión de crear desde la pura vía de hecho una tramoya legal que soportase el nacimiento de un Estado independiente. Hubo un reparto de papeles, con protagonistas en las instituciones y en las asociaciones ciudadanas, se previó la respuesta del Estado y se calculó que podía utilizarse para vender una imagen autoritaria que facilitase apoyos internacionales y para movilizar a los fieles.

La rebelión es un delito plurisubjetivo. Puede entenderse como una tragedia con su dramatis personae, en la que los personajes que vemos en escena van creando, con aportaciones diferentes, la trama. Lo importante es que todos sepan y asuman ese relato global, y acepten su papel. Es indiferente que consigan su objetivo: puede aparecer un deus ex machina que lo frustre y, aun así, el delito se comete.

Por eso el magistrado se preocupa de narrar esos hitos, distinguiendo entre los que se produjeron en el Parlamento de Cataluña, el Gobierno y la calle. Se trata de explicar no sólo que existía ese plan, algo indiscutible, sino que existía con el conocimiento y la asunción de que era previsible que se produjesen hechos violentos, hasta el punto de considerarlos esenciales en una de las versiones posibles del proceso secesionista. Lo trascendente en la imputación es que esa versión posible, prevista y admitida encaja -para el magistrado- con los hechos acaecidos los días 20 de septiembre y 1 de octubre: los hoy procesados sabían que la única manera de que el sistema legal automático para la declaración de la República catalana pudiera entrar en vigor, implicaba dar un paso más allá de la simple protesta pacífica.

Siempre he sostenido que los hechos de esos días suponen un evidente delito de sedición: la sedición solo exige un comportamiento tumultuario para impedir por la fuerza o fuera de las vías legales la aplicación de las leyes, la actuación legítima de los funcionarios o el cumplimiento de las resoluciones judiciales o gubernativas. La sedición no exige violencia. Y el Código Penal castiga a los que inducen, sostienen o dirigen esas actuaciones, y de forma especialmente grave si lo hacen siendo autoridades.

Pero la sedición, mencionada en las primeras resoluciones, ha desaparecido del relato -esto no excluye una posible condena por este delito en su día-. El instructor, tras la práctica de muchas diligencias, ha optado por dar a los hechos la calificación más grave. Para justificarlo, aunque considera que existe alzamiento incluso con violencia contra las personas, introduce una distinción novedosa que, en mi opinión, puede ser discutida con éxito en su día por las defensas: diferencia entre actuación con violencia y violentamente. La primera, conforme a la jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre otro tipo de delitos -por ejemplo, coacciones, robo, allanamiento, entre otros-, exigiría que la violencia se proyecte sobre personas; sin embargo, violentamente -nos dice el instructor- es algo diferente, ya que «actúa violentamente quien lo hace de manera violenta», algo que puede suceder incluso cuando la acción recae sobre las cosas.

Esta distinción alambicada no tiene fundamento gramatical. La forma analítica «con violencia» (preposición+sustantivo) es idéntica a la sintética «violentamente» (adverbio). En ambos casos se trata de un complemento de modo. Ambas formas indican la manera en que se realiza la acción del verbo, en este caso, alzarse. Si nuestra jurisprudencia siempre ha afirmado que la violencia, a efectos penales, es diferente de la fuerza en las cosas (por más que esta sea una forma de violencia), esta interpretación se apartaría de esa línea tradicional.

Para que se perciba hasta qué punto me parece que el auto se desliza hacia una interpretación del requisito de la violencia incompatible con la norma, es interesante recordar la génesis del artículo 472 del Código Penal. Su versión primera sólo exigía el alzamiento, no la violencia. Algunos grupos, fundamentalmente el vasco, plantearon que la redacción podía suponer la incriminación de una declaración de independencia sin violencia alguna, y la posición de otros grupos fue defender que alzamiento implica violencia por definición y era superfluo incluir más requisitos. Posteriormente, cuando se introdujo en el Senado, el entonces senador del Partido Popular, señor González Pons, advirtió de que se podía estar despenalizando el autogolpe no violento (es decir, el realizado maliciosamente o mediante una imposición ilegítima amparada en una utilización torticera de los resortes del poder).

Lo que advertía González Pons es exactamente lo que ha sucedido en Cataluña. Al no haber sido los secesionistas previamente expulsados (por la aplicación del artículo 155) de las instituciones, el Estado permitió el autogolpe. La cuestión es: ¿fue violento en el sentido recto que hay que dar a la definición del delito, es decir, como violencia contra las personas para la obtención del fin prohibido?

Esta es una cuestión de hecho. Depende de la gravedad de los actos violentos, de su intensidad, de su incardinación en el diseño golpista y de su dominio por los procesados. Que se produjesen actos con violencia no es suficiente. Incluso que existiese una irresponsable asunción de la posibilidad de la existencia de actos violentos tampoco. Admitir que el comportamiento violento de cualquiera en un proceso político o de protestas -aunque sean ilegales- pueda atribuirse sin más al que los impulsa es una extensión peligrosa de la responsabilidad penal. Más aún cuando se tardó casi un mes en presentar una querella por rebelión desde que se produjeron los hechos violentos. Recuérdese, no obstante, que el 1 de octubre de 2017 no tuvo lugar una simple manifestación en la que alguien se excedió. Fue algo mucho más grave: se convocó a todos los catalanes a un acto ilegal y prohibido, y ante el aviso de los mandos de la policía catalana de que era previsible la existencia de episodios de violencia no sólo se mantuvo la convocatoria, sino que se hizo de forma que esa misma policía no pudiese cumplir con su obligación de mantenimiento del orden público y del cumplimiento de las resoluciones de los tribunales.

En mi opinión, el magistrado no ha llegado a construir, con los indicios acreditados, un relato consistente que permita una condena por rebelión. Pero cada vez está más cerca. Para el futuro personal de los procesados esto es de gran importancia, porque no es lo mismo una condena de ocho a 15 años por sedición que una de hasta 25 por rebelión. Para nuestra seguridad, lo es menos; es mucho más urgente reformar el Código Penal para que la conducta concreta realizada por los golpistas se defina como rebelión, sin necesidad de forzar la interpretación de la norma.

Lo que es obvio es que los secesionistas han conseguido lo que se proponían: que se acabase la fiesta. Pero dudo que estuviesen pensando en este final.

 

 

 

 

FUENTE: ELMUNDO