«Señor director del Hospital Virgen de la Arrixaca, llevo dos días sin dormir porque he estado de duelo, pero aunque apenas puedo mantenerme en pie me veo en la obligación de escribir unas líneas y desprenderme un poco de la ira que me embarga para así poder conciliar el sueño.

Hace dos años y medio murió mi madre, 87 años, en su hospital y sus últimas horas no fueron las horas que yo había imaginado y querido para mi madre, tampoco –estoy seguro– usted las imaginaría para la suya, si la tiene. Apenas una hora después de que fuera ingresada en el servicio de urgencia se nos comunicó que «se estaba muriendo». No porque mi madre se estuviera muriendo se permitió que un solo miembro de la familia permaneciera a su lado. No. La muerte transita con frecuencia por el laberinto que es su hospital y, ustedes, acostumbrados a cruzarse con ella, acaso a saludarla como se saluda a un compañero de trabajo con el que nos cruzamos a diario, apenas si reparan en su presencia, tal vez no adviertan en ella aquello que a nosotros nos sobrecoge desde el momento en que acompañando a un ser querido herido de muerte acudimos, inquietos y temerosos, expectantes, a su hospital.

La empatía podría ayudarles a saber del horror y del pavoroso miedo que los familiares albergamos. Para eso tendrían que mirar ustedes a los ojos del enfermo como quien mira a su propio padre y ponerse en el lugar del otro. Pero la empatía es un don que no todo el mundo tiene. Aunque claro, tal vez la razón sea otra. Sabemos que no hay nada en los sentidos que no haya pasado antes por la experiencia, y ustedes no creo que sepan de ese dolor punzante al comprobar que un padre o una madre han muerto sin poder estrechar la mano de un ser querido, porque dudo que sus madres y sus padres hayan muerto solos. No, cualquiera que lleve en su hospital una bata blanca posee ese salvoconducto que le convierte en elegido, en rey o reina de esa patria que es el hospital y donde se mueven a su antojo con cierto aire de suficiencia.

En un ataque de pánico entré sin permiso a la sala de urgencias y descubrí a mi madre en un rincón, sola, con la cortina echada y vomitando –según ustedes se estaba muriendo–. Protesté y solté algún exabrupto; acabaron echándome.

Debido a mis presiones conseguí que unas horas después la pasaran a un box donde también tardaron en sedarla, aunque yo se lo suplicaba, porque –nos decían– estaban ocupados con una urgencia. Dejemos el asunto de mi madre en este punto, aunque Señor Director, la cicatriz la llevo.

Ayer enterramos a mi padre, 93 años, y la historia volvió a repetirse. El domingo por la tarde ingresó en la sala de urgencias del hospital con muy mal pronóstico. Poco después lo trasladaron a ese lugar que ustedes llaman el ´Menos Dos´. Pero claro, a un anciano moribundo ahí no se le permite que le acompañe nadie –y menos durante la noche–, a no ser que sea para darle de comer y ahorrarles a ustedes el trabajo. Mi padre falleció a la una de la madrugada, el corazón se paró de pronto –me dijeron–, nada sorprendente si sabemos de la grave insuficiencia cardio respiratoria, que entre otras afecciones, padecía. Pero murió repentinamente, solo, sin que pudiera estrechar la mano de uno de sus hijos, sin que pudiéramos decirle una palabra de consuelo.

Y todo porque el protocolo así lo dicta. ¿El protocolo? ¿Cuál es la razón de este despropósito? ¿Para que los familiares no molesten en el trabajo de los profesionales? ¿O para que los familiares no sean testigos de aquello que sucede en una sala repleta de enfermos y donde tal vez no todo sucede como debiera? ¿Sabe usted, señor director del Hospital Virgen de la Arrixaca, lo que se siente cuando esto ocurre? No, no lo sabe. Porque si lo supiera, si al menos llegara a intuirlo, haría algo porque esto cambiara.

Siento decirlo, pero cada vez que paso cerca del hospital o lo diviso a los lejos desde el coche veo la silueta de un monstruo. Ahora voy a intentar dormir un poco».

 

 

 

 

 

 

FUENTE: LAOPINIONDEMURCIA