FERNANDO JÁUREGUI
Hablé, hace poco menos de un mes, con el presidente del Consejo Superior de Deportes, José Manuel Franco, que estaba a punto de salir hacia Tokio. Aseguró que España conseguiría al menos dieciocho medallas en las presentes olimpiadas. Acertó. Es una cifra que, cuando esto escribo, estaba concretándose, incluyendo el logro espléndido de haber llegado a la final del deporte-rey, es decir, el futbol, disputando el oro nada menos que a Brasil. No es que nuestro país esté demasiado alto en el medallero olímpico mundial —figuramos entre Jamaica y Suiza—, pero la cosa no ha ido de catástrofe, como temían los agoreros. Y, además, Pedro Sánchez ha aportado también algún oro (político) a su podio personal. Así que todos contentos. ¿Con motivo?
Creo, sin ser ningún especialista en la materia, que podemos sentirnos relativamente satisfechos por lo logrado (hasta ahora) en Japón. Curiosas algunas medallas conseguidas en deportes bastante minoritarios, como el karate o la escalada, donde personas muy, muy jóvenes y a mi entender con mucho mérito, que se inauguraban en las tareas olímpicas, han mostrado estar entre los mejores del planeta. Y eso lleva detrás mucho entrenamiento, mucha inversión, bastante infraestructura.
Lograr alrededor de una veintena de medallas en los JJ.OO indica que el deporte español no ha decaído demasiado, ni siquiera en tiempos de pandemia, en los que entrenar y competir no ha sido tan sencillo. Organizar estos aplazados Juegos ha sido una apuesta valiente por parte de unos tokiotas muy poco entusiasmados con acogerlos y de un Comité Olímpico cuyo funcionamiento, opaco e irregular, debería revisarse.
No sé si, a la vista de lo antes expuesto, todos podríamos ponernos una medalla como país que alienta el deporte y que se enorgullece de ver ondear la bandera española en tierras lejanas. Es difícil estar seguro de que este sentimiento sea compartido por todos en una nación en la que la salida del Barça de un personaje como Messi, que no deja de tener su vis política en Cataluña, ha acaparado más titulares, a favor y en contra, que los oros logrados por el esfuerzo español en Tokio. Definitivamente, sospecho que no todos hemos consumido madrugadas siguiendo apasionadamente la marcha, para los colores nacionales, de estos Juegos, y por supuesto lo comprendo.
Y tampoco estoy seguro de que el legítimo orgullo ante el triunfo, la verdad es que no tan abultado, de nuestros deportistas justifique, por extensión indebida, que nuestros políticos se cuelguen medallas de oro, en una peculiar competición paralela para ver quién vacuna más y mejor en el mundo, por ejemplo. No creo que las medallas que se autoimpone Pedro Sánchez por este y otros motivos estén tan justificadas y sean tan indiscutibles como las de nuestros futbolistas, karatekas o regatistas, entre otros. Y es que, entre las muchas Españas que existen en ‘esta’ España, está la de las medallas reales y las —llamémoslas así—’virtuales’. Las reales son fruto del tesón, de la planificación y la organización. Las virtuales responden en la mayor parte de los casos a la improvisación. O al postureo. O a la ensoñación.
Y mucho va a tener que entrenar el hoy veraneante Pedro Sánchez, ante el curso político quizá más difícil de su trayectoria, para colocarse en el pecho condecoraciones de auténtico valor cuando, dentro de un año, regrese al atril de La Moncloa para hacer el habitual repaso (siempre triunfal) sobre lo actuado en los próximos meses, que van a ser, lo verá usted, de infarto. Mucho, pero mucho, más duros que ganar una final en waterpolo a los Estados Unidos, pongamos por caso.