JUAN PABLO COLMENAJERO

 

 

El colofón del curso político se escenificó el pasado lunes 2 de agosto, en el palacete de Castellana 3 donde tiene su sede el Ministerio de Política Territorial, un departamento especializado en la fragmentación del Estado. Guste o no, ahí se han repartido competencias como moneda de cambio para la estabilidad de los gobiernos de España. De haber existido un sistema electoral proporcional puro, al menos en la mitad del Congreso o uno mayoritario como el británico, otro gallo habría cantado en la política española. No vale la ficción. Ya no tiene remedio. La pasta de dientes no se puede volver a meter en el tubo. La necesidad parlamentaria, primero de Felipe González en los últimos años de mandato y después de Aznar, Zapatero y Rajoy, ha determinado el actual reparto del poder entre las autonomías. Hay 17 gobiernos legislando y ejerciendo sus competencias, como pequeños mini-estados.

Desde el comienzo de la Transición se discutió cómo resolver una cuestión que se ha convertido en crucial, mejor dicho, cuyo desenlace se encuentra mucho más cerca de lo que creemos. Siendo responsable de las cuestiones territoriales en el Gobierno Suárez, Antonio Fontán propuso autonomías solo para el País Vasco y Cataluña, consideradas por los nacionalistas como históricas, como si a Castilla no le pasara como al Danubio que tiene más historia que agua. No se hizo caso a esa propuesta para diferenciar a esas dos partes del territorio nacional respecto al resto para zanjar la herencia de la Segunda República. Nunca sabremos si a los nacionalistas les hubiera contentado, pero a la vista de su evolución en estos cuarenta años todo indica que no. A buen seguro estaríamos en el mismo punto de ruptura actual.

Al actual Gobierno de España le dan igual las sentencias que reconocen el derecho a la enseñanza en castellano

Ya no se ve la solución al problema que ni siquiera se puede ‘conllevar’. Esa propuesta orteguiana ha sido superada con creces por el separatismo y el supremacismo que fractura entre buenos y malos a los ciudadanos de esos territorios. Así sucedió en el País Vasco donde, como relato de lo ocurrido, se rinde homenaje a los asesinos etarras con una aterradora normalidad. En Cataluña, el aplastamiento por parte del etno-lingüismo, en connivencia con el socialismo catalán y el sanchismo, empieza a no dejar un solo resquicio. Al actual Gobierno de España le dan igual las sentencias que reconocen el derecho a la enseñanza en castellano. Lo de menos ya es si el aeropuerto del Prat tiene este tamaño o el otro. Para el independentismo no es la cuestión. No hay duda de que una ciudad como Barcelona merece las infraestructuras necesarias y propias de una capital de su tamaño en España. Pero ni siquiera ahí radica la discusión.

La cuestión de fondo es el control de la instalación para arrancar un pedazo de soberanía nacional al obtener el mando de una puerta de entrada y salida del país. El pasado lunes 3 de agosto se escenificó el primer acto de la retirada definitiva del Estado. ¿Qué se debe? La dependencia de Sánchez con el independentismo lejos de ser coyuntural se ha convertido en estructural. Así lo quiere el presidente al prescindir desde 2015 cuando se negó a un gobierno de coalición con Rajoy. Su mantenimiento en el poder pasa por el cambio de las reglas del juego del 78 a través del vaciamiento del Estado en Cataluña. Poco queda ya en el País Vasco que con sus competencias fiscales opera como un Estado aparte. Lo mismo sucede con Navarra que avanza por la vereda que abre el PNV gracias a la alianza sin matices del socialismo con el nacionalismo independentista vasco.

No hay marcha atrás. En estos dos años y medio de legislatura, Sánchez va a dar todo lo que sea necesario a cambio de su sostenimiento

La partida final ha comenzado a jugarse sin que nada quede al azar. Como siempre, saldrán ganando aquellos cuyos votos resultan definitivos para el Gobierno de España. No hay marcha atrás. En estos dos años y medio de legislatura, Sánchez va a dar todo lo que sea necesario a cambio de su sostenimiento. Se resiste con los fondos europeos porque cree que de ellos obtendrá un rédito electoral, aunque también acabará cediendo en cuanto le aprieten. No hay duda, la moción de censura del 1 de junio de 2018 tenía un precio. La investidura en enero de 2020 remachó el clavo. Una dosis de recuerdo para el presidente del Gobierno. Toca soltar por la ventanilla de Castellana 3 lo que falta. Hablarán de diálogo, pero si no hay intercambio resulta imposible no considerar lo acordado como una cesión más para contentar a quien presuntamente se le debe. La transformación del Estado construido sobre la Constitución del 78 en una especie de confederación con las cesiones finales dejará a España con varias partes de su territorio cosidos por un hilo. Hasta que se corte.