Durante la mayor parte de la democracia, los partidos nacionalistas han jugado un papel doblemente benéfico para el sistema nacido de la Constitución del 78. Por un lado, han contribuido a la gobernabilidad, ayudando a completar las mayorías de gobierno de los dos grandes partidos, PSOE y PP, con sus pocos pero decisivos escaños. Al actuar de facto como partidos centristas, y hacerlo de forma moderada y pragmática, el coste de asegurar la gobernabilidad —generosamente cobrado en competencias y presupuestos— ha sido más que asumible para el sistema democrático.

Por otro, al tratarse de partidos representativos de territorios con una fuerte identidad, tradición e historia de lucha antifranquista, han contribuido a legitimar el sistema democrático. Y lo han hecho tanto en términos generales, pues una España descentralizada que reconociera la diversidad era un requisito esencial para afirmar la ruptura con el pasado centralizador y homogeneizador de la dictadura, como para contribuir a mitigar o anular las demandas secesionistas o rupturistas que pudieran quedar latentes en sus territorios como resultado de la represión franquista. Su presencia, si no en los gobiernos democráticos, sí en las coaliciones parlamentarias que los han sostenido, era la mejor garantía para todos a uno y a otro lado de la cuestión territorial de que el sistema funcionaba correctamente y en beneficio de sus participantes.

La crisis catalana ha dado al traste con este modelo. Como se vio ayer en el Congreso de los Diputados, las fuerzas nacionalistas ya no están en el centro del espectro político, tampoco son pragmáticas en sus demandas, ni contribuyen a legitimar el sistema democrático, ni en términos generales ni en sus propias comunidades autónomas. En el caso catalán, la mutación de la histórica Convergència i Unió en un partido de corte radical-populista que no solo abraza el independentismo sino el cesarismo de tintes xenófobos que representa el tándem Puigdemont-Torra, sumada al auge de ERC, en apariencia más moderada y más pactista que los herederos de Pujol, priva al sistema de un nacionalismo catalán moderado que ejerza dicha función legitimadora. Y deja como único bastión del pragmatismo, veremos por cuánto tiempo, a un PNV que inevitablemente se verá arrastrado hacia el maximalismo por un gobierno con los apoyos que Sánchez ha logrado reunir, donde existe una mayoría clara a favor del derecho a decidir.

La situación se agrava por la ruptura de la izquierda en dos, con un PSOE desdibujado y dubitativo en torno la cuestión nacional —con múltiples y ambiguas idas y venidas de la bandera al federalismo o la plurinacionalidad— y, sobre todo, porque la izquierda representada por Unidos Podemos también se ha sumado al reconocimiento del derecho a la autodeterminación. Izquierda y nacionalismos, que en su momento fueron claves de bóveda de la integración constitucional, se convierten hoy en factores de disgregación.

 

 

FUENTE: ELPAIS