ROBERTO L. BLANCO VALDÉS

 

Llevada de un ataque de sinceridad, provocado quizá por la ira que le produce ver a su hermana cumpliendo 12 años de prisión por sedición y malversación, Monserrat Bassa hizo el martes saltar en mil pedazos la pieza esencial del trampantojo tras el que se esconde la muy endeble arquitectura parlamentaria del Gobierno socialista que va a presentar al rey su presidente: «¿Creen que me importa la gobernabilidad de una España que tiene a mi hermana y a mi Gobierno en la cárcel y en el exilio?», preguntó a la Cámara la portavoz de ERC, quien, en medio de una formidable escandalera, respondió: «No: personalmente, y digo personalmente, me importa un comino la gobernabilidad de España». 

¡Acabáramos! Con el aplauso, que pudimos ver por televisión, de varios diputados de su cuerda, Bassa evidenció lo que es obvio para los millones de españoles que no hemos comprado el engaño formidable al que, atónitos, estamos asistiendo: que, entre otros, a los diputados de Bildu y de ERC, clave de arco de la mayoría que eligió a Sánchez presidente, España -es decir, quienes la habitamos- no le importa (importamos) absolutamente nada.

Aunque la reivindicación independentista constituya desde cualquier punto de vista (histórico, político, económico, social, cultural y hasta moral) un auténtico dislate, que a una dirigente secesionista le importe un comino el país del que quiere separarse no merecería, por obvio, ni siquiera un comentario, de no ser porque esa dirigente es uno de los 350 miembros de un órgano, el Congreso de los Diputados, que decide sobre el presente y el futuro de todos los españoles, a los que dicho Congreso representa. Y eso sí que constituye, mírese como se mire, una anomalía política de tanta gravedad que resulta, de hecho, insoportable. Aunque la relevancia de los partidos separatistas en la gobernación de España no ha sido nunca comparable a la que tendrán en la actual legislatura, con un Gobierno al que han conseguido colocar literalmente de rodillas, el nacionalismo ha tenido a lo largo de los años una influencia sobre los intereses generales del país, representado en las Cortes, que solo puede compararse al desprecio que por ese mismo país han sentido en el pasado y sienten hoy. Algo verdaderamente demencial, que es único, no solo en Europa, sino en todo el universo democrático.

Por un lado, los separatistas gobiernan autonomías sobre las que el Estado tiene, en situaciones de normalidad, una mínima capacidad de decisión, dada la constante ampliación de las competencias regionales derivada de la presión nacionalista durante las cuatro últimas décadas. Por el otro, esos mismos separatistas, que reconocen abiertamente con sus palabras, pero, sobre todo, con sus actos, que España y los españoles somos el enemigo a combatir, tienen en sus manos el Gobierno del país e influyen decisivamente en todas y cada una de las decisiones que condicionan nuestra vida. Si tal situación no constituye una auténtica locura, es que la locura no existe en este mundo.