La opinión pública ha presenciado, atónita, un debate surrealista a consecuencia de la incomprensible actitud de quien negocia con unos y pide apoyo a los otros.
El aspirante a cogobernar en coalición con el partido que salió mejor parado en las elecciones, en coherencia con su agenda social, se acogió al permiso de paternidad y estuvo tres meses ajeno al frenesí político.
Ese tiempo coincidió con la crisis de confianza que había despertado su apuesta inmobiliaria, desaprobada por unas bases más conformes con otros tiempos en los que su jefe azuzaba a la casta por disponer de bienes como el que él ahora disfruta.
Heraldos del declive fueron los sondeos y la propia pájara del protagonista, desfondado y sólo redivivo en aquel debate televisivo donde derrochó buen sentido y pasión (aunque incompleta) constitucional.
Más tarde, los magros resultados electorales, unidos a las defecciones, muy notable la de su joven promesa, vinieron a dar la razón a quienes habían anticipado el declive en la formación, a la que no favorecía en modo alguno el relato del cotidiano vene-zolano.
En estas circunstancias, el aspirante a vicepresidente del gobierno de coalición ha sido capaz de superar adversidades y ponerse en condiciones de volver a ser tomado en serio, como rival e incluso posible aliado, gracias al papel protagonista que ha jugado en la negociación en la que le ha robado, descaradamente, la cartera al candidato.
Y en estas coordenadas cabría situar lo que algunos inficionados consideran la ocasión perdida por el candidato para haber descolgado al rival. Y lo comparan con la figura étnica del puntillero.
Cuando al matador después de varias estocadas y pinchazos le ha costado matar al toro, y logra que, por fin, el animal doble en tablas, un miembro de la cuadrilla lo remata (por razones de ahorro prácticamente han desaparecido los puntilleros). Le da dos o tres puntillazos y cuando no acierta, el toro se vuelve a levantar para desesperación del maestro. Algo así.
El candidato, abocado a la investidura, se ha metido en un lío y tiene complicado salir airoso. Y es que al tiempo que no quiere dar marcha atrás, tampoco quiere compartir con otros el confort de un gobierno monocolor, donde no tiene que andar perdiendo el tiempo en una negociación perpetua. Ha sido un mal puntillero y ha resucitado al rival.
Pero cuando se ha dado cuenta de que los equipos negociadores estaban en la “habitación del pánico”, ya tenía difícil desandar el camino. Eso puede explicar el tono del discurso de investidura, más cercano a un anticipo de oferta electoral detallada que al reparto de carteras en proporción a los votos de cada uno, como pretende el partner.
Por si faltaba alguna prueba adicional sobre la naturaleza del discurso, no mencionó en ningún momento la cuestión catalana ni se refirió, más que de soslayo, al socio a la espera.
Mal trago para un candidato con rostro enojado, al que tocaba mostrar su contrición sin que se le notase. Y para eso resultaba útil el aplauso persistente de su bancada, animándole a resistir.
Estas cosas no se improvisan en la tribuna. Se ceban antes de subir al estrado y eso aclara la mueca delatora del hartazgo, porque las pretensiones de todo tipo, a las que no está dispuesto a atender, no cejan.
El aspirante, en camisa a cuadros y doliente por el veto, tomaba notas en el escaño y no ocultaba su disgusto y mala sangre. Y cuando por fin le llegó el turno, lo primero que hizo fue soltar el bolígrafo y lanzar dos granadas de mano a la cara del candidato: “¿A qué viene esto de reformar la Constitución para desatascar la investidura?”. Y, sin solución de continuidad: “¿Por qué sigue suplicando la abstención a las derechas, si está negociando con nosotros un gobierno de coalición?”.
En ese preciso momento, se produjo algo desconocido hasta ahora en el Congreso y es que, aparcada la prudencia y a la vista de todos, se empezaron a sacar los trapos sucios, esos que quedan pendientes de lavar antes de colgar la colada. Las miradas entre ellos se asemejaban a las de esas parejas que se están separando y disimulan delante del juez (con tal de no perder la custodia compartida) la aversión que le produce a uno todo lo que dice el otro.
Es saludable que aflore la realidad de las cosas, incluida la discordia, sobre todo de aquello que no suele emerger a la superficie y que hace que la gente no acabe de comprender lo que pasa, lo que contribuye a galvanizar ese agnosticismo tan español.
Y en ese ejercicio de urbanidad, sobran los excesos poco afortunados y repetitivos del aspirante naranja, como el recurso a “la banda”, pues nada aportan a la sustancia de lo que se está ventilando.
El público asiste a un espectáculo sensacional que puede saldarse con la victoria de cualquiera de los dos. En todo caso, un cierre en falso puede agravar la inestabilidad hasta hacerse crónica.
De ahí que un gobierno cogido por los pelos no despierte entusiasmo entre quienes temen más la venganza fría del vencido que el calor del vencedor que al final se sale con la suya.