«Den, y se les dará», prometió alguien y poco después fue crucificado. La naturaleza humana tiende a la propiedad, pero el economista y teórico social norteamericano Jeremy Rifkin ve en el acto de compartir lo que poseemos la solución a problemas como la sobreexplotación de los recursos naturales y el aumento de la desigualdad entre individuos y países. En su documental La tercera Revolución Industrial: una economía colaborativa nueva y radical, publicado por Vice unos días atrás, vislumbra un futuro en el que servicios y aplicaciones de esa economía reemplazarán las estructuras existentes manteniendo estables empleo y consumo.

Nos dirigimos a servicios de intercambio de información como Napster y BitTorrent, al crowdfunding o micromecenazgo, a las plataformas que permiten a sus usuarios evaluar bienes y servicios, en las que el usuario comparte la tarea de monitorizar el servicio que se le ha prestado (ya sea la atención en un restaurante o la rapidez con la que ha llegado el pedido de comida), a la producción de contenidos bajo licencia Creative Commons y en Wikipedia, a la publicación en redes sociales y a la prestación de servicios por parte de como Deliveroo, BlaBlaCar, Uber, Cabify, eBay y MercadoLibre (por mencionar sólo un puñado de empresas). Todo esto sería parte de una revolución silenciosa que estaría emborronando las diferencias entre productores y consumidores, y reemplazando la propiedad privada por la licencia de uso. Esta revolución que preconiza Rif­kin no carecería de dificultades, por supuesto; pero una cosa es clara: afortunadamente, esta vez no hay planes de crucifixión, al menos de momento.

Rifkin acierta al diagnosticar que nos encontramos inmersos en una economía fallida, insostenible desde el punto de vista medioambiental y político y profundamente abusiva con animales y personas. La economía concebida circularmente puede resolver estos problemas optimizando el uso de los recursos y promoviendo el reciclado de bienes y servicios, reduciendo la dependencia de las energías fósiles, disminuyendo (en teoría) la producción de residuos y estimulando el sentido de pertenencia a una comunidad mediante el acceso compartido a servicios y productos. También puede, según Rifkin, otorgar a los trabajadores la oportunidad de escoger el tiempo y el lugar en el que trabajar, aumentar su productividad y emplear a millones de personas; de hecho, convertirlas en la «familia más grande del mundo».

Algo que Rifkin parece pasar por alto es que los comportamientos abusivos tienen lugar incluso en las mejores familias. También que, como sostuvo Tolstói, «todas las familias felices se parecen, pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada». El gran clan de la economía colaborativa se enfrenta, por ejemplo, al hecho de que garantizar el acceso a bienes y servicios no significa asegurar ingresos apropiados para todos.

Regular podría ser la solución a los problemas que están surgiendo en el nuevo entorno informal. En el caso de Airbnb, por ejemplo, el aumento del precio de alquiler de las viviendas en el centro de las ciudades es resultado de su uso potencial como pisos turísticos, y también acarrea problemas de convivencia con otros vecinos que no desean ver su comunidad convertida en un hotel, y que claman contra la desaparición del pequeño comercio para responder a la demanda turística, etcétera. Pero regular resulta difícil cuando lo que se comparte es la vivienda propia, y probablemente no sea del todo deseable, ya que la economía colaborativa contribuye a la fantasía de una igualdad de oportunidades en el mercado («everyone is a player«, o todo el mundo juega, dice Rifkin) .

Como sostuvo en un artículo Kevin Roose, «la economía colaborativa no va de la confianza, sino de la desesperación»; su éxito se debe a que «muchas personas están tratando de tapar agujeros en sus rentas monetizando sus cosas y su trabajo de manera creativa». Lo que los conduce a ella es «una economía dañada y una política pública funesta que han forzado a millones de personas a aceptar malos trabajos para sobrevivir».

Al margen de su sentimentalidad exacerbada, pese a sus esfuerzos por ser vista como una familia, la economía colaborativa está poniendo en peligro decenas de industrias y profesiones y las culturas materiales asociadas a ellas, siendo las industrias culturales de entre las más afectadas por su vulnerabilidad, como ponen de manifiesto la crisis de la industria musical —que tuvo lugar con la emergencia de las tecnologías de intercambio de archivos—, el sutil pero importante deslizamiento que ha reducido a escritores y periodistas a la condición de «productores de contenidos» en abierta competencia con youtubers y trolls (expulsándolos de sus ambientes naturales para obligarlos a adherirse a la lógica puramente cuantitativa del clic), y la falta de garantías para la realización del trabajo intelectual que Remedios Zafra denuncia en el ensayo El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Tampoco se crean nuevas profesiones ni empleos suficientes. (Rifkin habla de «dos generaciones de desempleados» antes de que se alcance el objetivo de la economía circular; mientras tanto, y como afirma Susie Cagle, el sistema «reproduce viejos patrones de acceso para algunos y exclusión para otros»).

La revolucionaria nueva economía colaborativa no es (en ese sentido) particularmente colaborativa. Por supuesto, tampoco es revolucionaria, ya que lo comparte todo, menos la propiedad de las estructuras que hacen posible el acceso al acto de compartir, lo descentraliza todo excepto el control de la Red, es horizontal en la distribución de la carga de trabajo pero no en la de sus beneficios, apunta a una economía de la demanda completamente inservible para el ámbito de los bienes simbólicos y la educación (puesto que no puede demandarse aquello que se ignora), no soluciona la brecha entre países ricos y pobres (sino que la aumenta), no soluciona problemas básicos como el acceso a los alimentos o a la vivienda, no pone en peligro el capitalismo: lo consolida en una nueva etapa facilitando el tránsito de la producción industrial a la comercialización de datos.

Tampoco es colaborativa, por cierto (ya que las empresas que median entre individuos no prestan ninguna ayuda; tampoco lo hacen las compañías que ofrecen el servicio), ni particularmente nueva. De hecho, su origen está en las viejas prácticas del intercambio, el cooperativismo y la organización en torno a colectivos profesionales a los que tal vez sea necesario volver para encontrar los elementos para una economía menos dañina que la actual pero alejada del «totalitarismo cibernético» que pioneros de Internet como Jaron Lanier han denunciado.

Quizás de esa manera se alcance el elevado fin al que aspira Rifkin, dejando de lado la explotación del hombre por el hombre a la que sirve (en última instancia) todo lo demás, también las buenas intenciones.

 

 

 

 

 

 

FUENTE: ELPAIS