Tengo una sincera simpatía por los juguetes rotos. Por los juguetes políticos, quiero decir. La política es una profesión salvaje: cuando alguien pierde la sortija del poder, los halagos desmesurados se convierten de forma súbita en cuchilladas que ventean los rencores acumulados. Los amigos se evaporan. Adolfo Suárez decía que lo que más le impresionó al dejar la Moncloa fue el silencio de su teléfono. Ese mismo auricular que no había manera de callar pocos días antes. Una de las estampas políticas más brutales de la historia es la de Nixon haciendo el signo de la victoria, al subirse al helicóptero en el que saldría (huiría, dirían algunos) de la Casa Blanca, ante la mirada atónita de un pequeño grupo de colaboradores. Y qué decir del quejido hondo shakespeariano, el grito que el genio inglés puso en boca de Julio César poco antes de morir: “¿Tú también, Bruto?”.
Durante las últimas semanas, las aves de la política han cercado a Pablo Iglesias, volando en círculos cada vez más pequeños. Compromís en Valencia, la Chunta en Aragón, los diputados de Podemos en Murcia o en Andalucía, Equo en toda España. Da igual si se trataba de un efecto en cadena o de un movimiento perfectamente sincronizado, el mensaje es el mismo: un barco se hunde y los tripulantes saltan a otro buque, abriendo el paso para que a continuación lo hagan los pasajeros.
¿Es culpa de Iglesias? ¿Podía haber hecho algo el líder de Podemos para evitarlo? ¿Tiene vuelta atrás? Estoy lejos de ser un admirador de Pablo Iglesias, pero ninguna necrológica política de su figura (permítanme el sarcasmo negro) debería empezar sin glosar su extraordinario impacto sobre la política española. La salida del Gobierno de Mariano Rajoy, la victoria de Pedro Sánchez en las primarias socialistas o la eclosión del multipartidismo. Ninguno de estos hechos hubiese sido igual (seguramente, ninguno hubiese ocurrido) sin la presencia, a ratos abrasiva, pero siempre afilada y despierta, de Pablo Iglesias en la política española.
En las elecciones europeas de 2014, Podemos le hizo un boquete al muro del bipartidismo, por el que después se acabarían colando otros partidos, como Ciudadanos o Vox. Después de llegar a liderar las encuestas, Podemos obtuvo un resultado notable en las elecciones de 2015, y su larga sombra provocó la agónica resistencia del Partido Socialista a apoyar la investidura de Rajoy, incluso después de la repetición electoral. El aliento de Podemos en el cogote socialista provocó también, más adelante, que los militantes del PSOE se abrazasen en las primarias a Pedro Sánchez, y recibiesen con alborozo su viraje hacia postulados hasta entonces tabú en las filas socialistas (como la plurinacionalidad o la posición contraria a los acuerdos de libre comercio), hasta que tras su llegada al Gobierno, tras la moción de censura, Sánchez volvería a girar hacia planteamientos socialdemócratas más clásicos.
Precisamente ese día, en la moción de censura, hay que situar el principal error de cálculo político de Pablo Iglesias. A menudo se acusa a Iglesias de haberse equivocado al votar en contra de la primera investidura de Pedro Sánchez, a principios de 2016. Pero más allá de algunos excesos en aquella negociación, que pagaría con el deterioro de su imagen y con un puñado de votos con el que tal vez hubiese consumado el sorpaso a los socialistas en la repetición electoral, su planteamiento entonces, en mi opinión, fue el que mejor servía a los intereses de su propia formación: el apoyo a un Gobierno de PSOEy Ciudadanos hubiese condenado a Podemos al ostracismo político.
No entendimos algo que Iglesias vio con claridad: las muescas se las anotan quienes se sientan en el Consejo de Ministros, no los que prestan los votos
Los socialistas hubiesen enarbolado la bandera de la izquierda, y Ciudadanos la de la regeneración, arrebatando a Podemos sus dos principales arietes políticos. Y no era una lectura obvia en aquel momento: muchos analistas (incluido quien firma), sostuvieron que Podemos había perdido una oportunidad irrepetible de apuntarse la muesca de la caída de Rajoy, quedándose como única oposición de izquierdas a un Gobierno débil. No entendimos algo que Iglesias vio sin embargo con claridad: que las muescas se las anotan quienes se sientan en el Consejo de Ministros, no los que prestan los votos. Y, en segundo lugar, que no hay espacio político para hacer oposición ‘de izquierdas’ a un Gobierno en minoría parlamentaria, precisamente porque no gobierna, sino que solo canturrea. Un Gobierno que puede jugar a ser todo lo de izquierdas que quiera porque solo dispara con fuegos de artificio.
Tal vez fuese porque le repetimos muchas veces que se había equivocado, el propio Iglesias terminó por interiorizar que lo había hecho. Y un día de junio de 2018 olvidó aquellas lecciones básicas: se arremangó para recolectar votos de forma vicaria en una moción de censura ajena que sin su intervención nunca hubiese salido adelante. Y, contra todo pronóstico, ganó. Y aquella victoria marcó el camino de su derrota: porque ocurrió exactamente lo que en 2016 había temido. Sánchez comenzó a acumular trofeos, a pesar de contar tan solo con 84 diputados. E Iglesias se convirtió en el patito feo de la pareja: cuando Podemos prestaba sus votos (como en el trámite presupuestario), la medalla se la apuntaban los socialistas. Y cuando Podemos se resistía (como en el decreto de vivienda), también ganaban los socialistas, porque acusaban a la formación de Iglesias del bloqueo.
Iglesias sacó la única conclusión posible: nunca más permitiría un Gobierno socialista en solitario. Y aprovechó su resultado el pasado mes de abril, adecentado tras una eficaz campaña electoral y un notable desempeño en los debates, para reclamar su hueco en el Consejo de Ministros. Soportó todo tipo de zancadillas socialistas: primero, el compás de espera hasta las municipales y autonómicas (donde el pobre desempeño de candidatos como Carmena, Colau o Errejón acabó pasando factura curiosamente a Iglesias), después el cambio de opinión de Sánchez, aparcando la coalición a favor de otras fórmulas como el “Gobierno de cooperación” o la presencia de ministros “técnicos” del ámbito de Podemos, y finalmente, el propio veto personal a su persona. Tal vez recalentado por esta ristra de agravios, Iglesias midió mal sus fuerzas, y rechazó una oferta de coalición que, aunque a la baja, hubiese colocado a Podemos en el trampolín adecuado para reconstruirse políticamente.
No debería cerrar esta crónica sin la lista de cuerpos que Iglesias ha dejado por el camino. Su incapacidad para formar equipos leales y duraderos, con ser dañina, no es sin embargo una cualidad exclusiva del líder de Podemos. Ni Pedro Sánchez ni Pablo Casado pueden presumir de contar en sus equipos con nadie que apostase por otro caballo. Madina, Patxi López, Sáenz de Santamaría, Cospedal, Báñez. En la política, sobre todo en la española, las lealtades van varios cuerpos por delante del mérito.
No es una apuesta arriesgada decir que las próximas elecciones serán las ultimas en las que Iglesias encabece la candidatura de Podemos. Hay otro envite, en cambio, más arriesgado, pero que no me resisto a compartir: y es la convicción de que, otra vez, estamos enterrando a Pablo Iglesias antes de tiempo.