Quim Torra cumple 100 días al frente de la Generalitat con un balance que no deja lugar a dudas acerca de su intención de convertirla en un instrumento de agitación a favor del independentismo. No es este el único desprecio de los líderes partidarios del programa de la secesión hacia el autogobierno constitucional de todos los catalanes: la actividad del Parlament ha sido suspendida por las disensiones entre unas fuerzas políticas que, como las independentistas, no dejan de invocar la democracia y de denunciar las amenazas de un fascismo que, puestos a buscar los extemporáneos paralelismos de los que tanto gusta el president, estaría más cerca de sus acciones que de quienes las padecen. Durante la presidencia de Torra, no solo la actividad gubernamental y legislativa ha sido insignificante, sustituida por una gesticulación que no siempre ha evitado el ridículo, sino que el Ejecutivo que preside ha podido actuar sin ningún control por parte de los representantes de todos los catalanes, instalado en una suerte de excepcionalidad permanente.
La actuación de Torra frente a la ocupación de los espacios públicos por parte de las organizaciones independentistas ha vuelto a demostrar lo que ya se sabía: que la Generalitat que preside es el botín que aspiran a repartirse los partidarios de la secesión, más que la institución con la que se gobiernan los ciudadanos de Cataluña. Pero ha añadido un elemento nuevo, que confirma una vez más la verdadera naturaleza del programa independentista y de los medios que sus partidarios están dispuestos a utilizar. Estos no se conforman con afirmar que la calle es suya, sino que pretenden erigir su voluntad en ley, de manera que parezca que infringen las normas y son merecedores de una sanción quienes, en realidad, hacen uso de una libertad equivalente a la que la Generalitat de Torra solo quiere reconocer a los independentistas. El president describe como fascismo lo que es un problema de orden público entre catalanes que él mismo está alentando, y ante el que su Consejería de Interior se erige en juez y parte, asumiendo todos los poderes.
La radicalización del discurso de Torra en las últimas semanas no debería confundir a nadie: trata de ocultar la impotencia de un dirigente que declara vetos institucionales que no puede cumplir, que reclama la libertad de presos que, a ojos de sus partidarios más radicales, tiene bajo su custodia, y que promete independencias tomando como base los resultados de un referéndum ilegal a los que él mismo ha renunciado implícitamente, al reclamar uno nuevo organizado por el Estado. Un discurso como el de atacar al Estado no pone ante la tesitura de aplicar el artículo 155, sino de emplazar políticamente al presidentTorra para que explique qué quiere decir exactamente con esa expresión. Si es recurrir a todos los medios legales que proporciona la Constitución para conseguir sus objetivos, será ante los catalanes independentistas a los que excita con sus arengas ante quienes deberá explicarse. Pero si la respuesta es cualquier otra, entonces dejará constancia de que la independencia prometida ni es ni ha sido nunca la de las sonrisas.