ADOLFO FERNÁNDEZ AGUILAR

 

Cuando escribo el adverbio antes suelo referirme a la segunda mitad del siglo XX. Durante esa época la frontera entre las distintas ideologías políticas estaba muy definida, y cuando se decía comunista, falangista, socialista, liberal o demócrata cristiano, se definía con precisión el posicionamiento de cada cual. Esas convicciones y sentimientos las mantenían firmemente arraigadas quienes las profesaban con todas sus consecuencias y sin disimulos.

Avanzada la democracia las masas dejaron de creer en el comunismo, el falangismo y la democracia cristiana, entre otras ideologías que desaparecieron arrastradas por el gran huracán del tiempo, y el socialismo se transformó en el cajón desastre que es hoy, donde todo cabe, desde el populismo hasta los nacionalismos. Y lo que es peor, porque ahora ha perdido la memoria histórica de su propio partido votando la “Ley de Abusos Policiales” junto a PNV, poniendo en la diana a los gobiernos socialistas de Felipe González. Sólo por intercambiar votos.

El comunismo español se autoinmoló en la Transición y buscó asentamiento dentro de un grupo coral de izquierdas, hasta llegar a su alta dignidad de hoy como monaguillo de amén en Podemos; tras la guerra civil, el falangismo devino en movimiento nacional hasta su colapso final; la democracia cristiana se esfumó hasta desaparecer acompañada de corrupción y agnosticismo; y el PSOE olvidó el calificativo de obrero, e incluso el de español, que según, cómo y cuándo, utiliza o no, dependiendo de las exigencias del mercado regional. Según mi análisis, esta metamorfosis de las ideologías a la que han llegado hoy los partidos políticos es fruto de una vertiginosa evolución hacia su vaciedad, motivada por la falta de fe en su ideario que ha ido simplificándose hasta el extremo de que ya nadie cree en nada.

En los partidos políticos de hoy han muerto las ideologías y se ha implantado la transversalidad. Bajo una misma denominación conviven comunistas con populistas; socialistas con nacionalistas; conservadores con extrema derecha. Ciudadanos, Podemos y Vox son términos ambiguos propios de marcas comerciales y no tienen la rotundidad de siglas como, por ejemplo, las del Partido Comunista de España, que ya de entrada iban diciendo,»aquí estoy yo». Con esta ambigüedad patronímica se está anunciando un sucedáneo, no una organización ideológicamente precisa, y es así porque los partidos se articulan como mercadotecnia, y su programa electoral responde a las respuestas de encuestas recogiendo sugerencias de la opinión pública para hacer un menú al gusto de la clientela plural.

La política de Papá Noel enloquecido, cuyo papel ha asumido el gobierno socialista cada viernes; los ministros presentándose como tales promoviendo a los candidatos del PSOE y todo el poder del Gobierno de España actuando como servidor de un partido político. Llueven las promesas sin sumar unas con otras, ni son cuantificadas en su conjunto, ni se precisa cómo afectarán a los futuros Presupuestos. Aparentemente van derramando a manos llenas todo tipo de bienes y servicios, haciéndonos creer que son Doña Manolita, la de “voy tirando los caudales/mañana, mañana sale”, que la Piquer cantaba durante la España cañí. Esa es la ideología.

Las ideologías hoy son innecesarias a los partidos porque la política española se construye con noticias falsas y la elección de realidad o apariencia. Gana la apariencia y no el afán de alcanzar resultados tangibles y consensuados. Esto era lo que recomendaba Maquiavelo al Príncipe sugiriéndole el cultivo de lo aparente. “Todos ven lo que pareces, pocos palpan lo que eres”. La verdadera política no consiste en aparentar, ni repetir eslóganes y muletillas, sino que debiera basarse en activar voluntades pluralistas a través del consenso.

Decepcionados por la actuación de sus partidos aumentan las deserciones de militantes frustrados con las siglas a las que estaban vinculados, pero rara vez abandonarán su ideología personal basada en la memoria histórica, la razón y el sentimiento, que se irán con ellos purificadas e idealizadas en su interior. Recuerden los versos de Ernesto Cardenal: “Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del partido, /ni asiste a sus mítines”.

Han desaparecido de los partidos políticos aquellos ideólogos que antes iluminaban a los afiliados desvelándoles ideas, creencias y emociones comunes que debían postularse para transformar la realidad colectiva. Sólo abundan profesionales de la política que ponen los ojos en blanco exaltando esas siglas pero olvidando ideologías. Nunca aflora una tenue llama de vocación, ni siquiera el esquema de su pensamiento. Los ideólogos de hoy son los tertulianos, parlanchines y desinhibidos, que opinan y pontifican sobre todo lo que se les pone a tiro. Pocas veces las palabras y las ideas han valido menos que ahora.

El mundo bulle incesantemente anunciándonos una transformación global que está al llegar. Crecen las tecnologías y menguan las ideologías. Ante esa perspectiva, ¿tiene lógica la censura de un militante que pasa de una sigla a otra? ¿Acaso es dogma de fe la ficha de un partido? Azorín fue anarquista en su juventud, republicano durante la Republica, conservador durante su larga etapa política parlamentaria y adoptó una posición acomodaticia durante el franquismo. Todos esos vaivenes ideológicos pasaron, pero su talento literario e inmensa obra, refulgen con más fuerza cada día. Azorín mismo lo explica: «¡Nada es eterno, ¿para qué habrán servido nuestros afanes, nuestras luchas, nuestros entusiasmos, nuestros odios?” Y Unamuno, del que Giner de los Ríos dijo que fue “una fuerza espiritual de las mayores que esta pobre España tiene”, estuvo contra todo. Contras los jesuitas, el Gobierno, el Rey, los profesores de Universidad, los caciques, contra esto, aquello y lo de más allá. Pidió la República y después la rechazó.

No hace mucho tiempo al intelectual se le exigía que pusiera su pluma al servicio del partido con el que sintonizaba. Ocurrió en España durante la segunda mitad del siglo pasado. Es entonces cuando José Bergamín, -el que creía que no se moría porque no tenía donde caerse muerto-, pronunció esta sentencia definitiva: “Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más”. Algunos lo hacen ahora por un plato de judías con chorizo.