Los hechos y las señales pueden leerse bajo la superstición del azar. Pero quienes prefieren creer en el sutil trazo del destino, podrán apreciar las cuantiosas sorpresas que deparó la presentación de Joan Manuel Serrat en el Olympia de París. La primera de todas ellas aconteció el viernes en el Instituto Cervantes de Francia, cuando el cantante se encontró cara a cara con sus fans, evocó los viejos tiempos en la Ciudad Luz y al bajar del escenario descubrió a Paco Ibáñez entre el público. Se abrazaron y luego Paco me dijo: “Es una gran alegría encontrarme con Juan en París 40 años después. Entonces teníamos 20 y estábamos llenos de fuerza y de ilusiones”. Serrat lo había mencionado un par de veces, sin sospechar que su viejo amigo lo estaba escuchando. Como para muchos españoles de la posguerra y de aquella nación tan oscura de Francisco Franco, para estos dos poetas populares cruzar la frontera era dejar atrás la represión y alcanzar los colores y la libertad. Durante 1966, Nano y Paco hicieron teatro y conciertos en Francia con una compañía pequeña. El exilio era su hogar: “Nos metíamos en los cafés de exiliados a hablar y a esperar lo que no acababa de suceder”. Abrazados bajo los flashes componen la imagen de dos guerreros de una generación que luchó incansablemente contra la corriente y cuyas utopías representan también las ideas y pulsiones de una época irrepetible. Unos años más tarde, en un hotelito de la Costa Brava, Serrat alumbraría Mediterráneo, punto de inflexión de su fecunda obra y antología privada de esas pulsiones.

Serrat ha sido un Discépolo moderno en mi patria (algunos de sus versos ya forman parte del refranero nacional), una figura unánime que llena salas a repetición, que supera las grietas ideológicas y a la que los argentinos respetan más que a Maradona o a Messi. Este mismo concierto, que llegará a Buenos Aires en octubre, será allí un eslabón más de la larga cadena de un artista interminable y local. Aquí en París, en cambio, suena a homenaje crepuscular de aquellas quimeras, quizá porque se realiza bajo la sombra de las melancólicas conmemoraciones del Mayo francés. “El mundo ya no es lo que era”, admite Serrat, aunque el nombre de su trabajo sugiera volver al principio, como define la expresión musical italiana da capo. Se esperaba un público más frío en París que en Buenos Aires, pero lo cierto es que cuando Serrat comenzó a interpretar, sin solución de continuidad, una tras otra las canciones de Mediterráneo da capo, la sala Olympia se estremeció con aplausos y ovaciones.

Resulta muy conmovedor ver a un hombre ya curtido por la vida y los años interpretando los versos de un muchacho esperanzado y rebelde; parece aquel diálogo fantástico a orillas del Ródano en El libro de arena, donde un Borges maduro se encuentra con un Borges veinteañero. Ese diálogo secreto resignifica los temas, un efecto colateral impensado de esta simple ocurrencia de anticipar los festejos por los 50 años de aquel disco revolucionario. Consciente de que a cierta edad no es prudente dejar para mañana lo que puedes hacer hoy, pero lejos a su vez de un mensaje testamentario (a pesar de las tempranas instrucciones que deja en esa canción emblemática), Serrat anticipó tres años las celebraciones. Casi todas esas canciones son obras maestras y tratan acerca de la necesidad de partir para alcanzar la dicha y la plenitud: desde la apología de vagabundear y el pueblo blanco que uno debe abandonar para ser feliz, hasta el barquito de papel que va imaginariamente de país en país y la muchacha que se escapa de su casa y tiene a su madre transida de angustia (hoy podría localizarla por Facebook). Escapad, gente tierna, que esta tierra está enferma, y al Quijote le ruego que me lleve en su montura. El reverso de esa huida hacia la libertad está en la morriña de las pequeñas cosas, porque los recuerdos tienen boleto de ida y vuelta. Otra canción invierte también los términos: es la mujer la que se marcha, y el hombre quien se queda en su dolor. Y otra diseña la mujer liberada de aquellos años, alguien que no necesita bañarse cada noche en agua bendita. Finalmente, acomete la cómica elegía de Tío Alberto, un mítico personaje del gauche divine.

En los prolegómenos de esta fascinante máquina del tiempo, Serrat reivindicó la influencia de Brassens y de Brel, pero también la de su padre Pepe, que podía arreglar con las manos cualquier cosa, era un todoterreno (“yo soy un nada terreno”) y de su madre, con la que cantaba coplas mientras hacían la cama o desgranaban guisantes. En los epílogos de esa conversación, alguien le preguntó qué canción habría que componer para superar el conflicto de Cataluña. Muy serio, Serrat le respondió: “Si yo creyera que una canción puede solucionar esto…dejaría todo para escribirla. Por fin habría logrado hacer algo importante en mi vida”. Pero las canciones ya no cambian el mundo, y el Nano lo sabe. El destino, sin embargo, es porfiado: al salir de la sala del Olympia, algunos con lágrimas en los ojos, nos enteramos de que a pocas calles de allí un joven en nombre del Estado Islámico había apuñalado a cinco personas, y había producido muerte y terror. Llovía sobre París.

No, el mundo ya no es lo que era.

 

 

FUENTE: ELPAIS