El Gobierno confunde realidad con deseos cuando pretende hacer ver a la ciudadanía que tanto la Generalitat como el independentismo en bloque están virando hacia posiciones que garanticen el cumplimiento de la ley. Ninguna de las señales emitidas por el Govern permiten alentar la esperanza de un restablicimiento completo al marco constitucional y ordinario. El propio Torra continúa reivindicando el mandato del 1 de octubre, hasta el punto de colar encarcelamiento de los políticos presos en la agenda de la comisión bilateral Moncloa-Generalitat que se reunirá este miércoles. Tal como ha afirmado Arrimadas, al hilo del grotesco y amenazador espectáculo que el ex presidentorquestó el sábado a su regreso a Bélgica, Torra está actuando más como un secretario de Puigdemont que como el presidente de todos los catalanes. Por tanto, el Gobierno no puede ceder un milímetro ante quienes parecen más obsesionados en perpetrar un segundo golpe a la democracia que en rectificar el primero. Sánchez debe abandonar la política de cesiones y marcar distancias mientras no exista un acatamiento estricto de la legalidad por parte de dirigentes que no tienen otro objetivo que romper España. Lo contrario supondría un ejercicio mayúsculo de irresponsabilidad. Un ejercicio, además, estéril.
La portavoz del Gobierno aseguró a EL MUNDO que está encontrando «reciprocidad en el diálogo con Torra». Y la ministra de Política Territorial, Meritxell Batet, en línea con lo sostenido por el presidente del Gobierno con relación a una eventual reforma del Estatut, afirmó ayer en La Vanguardia: «Lo que los catalanes tienen que votar es un acuerdo político». Causa estupor esta declaración teniendo en cuenta que Torra y sus socios siguen anclados en la exigencia del inexistente e inviable derecho de autodeterminación para Cataluña. Resulta imposible, por mucho que el Gobierno de Sánchez se empecine en hacer ver lo que no existe, entablar una negociación ordinaria entre el Estado y el Ejecutivo catalán en un contexto de chantaje de los independentistas a Sánchez, con los intolerantes de los comités de defensa de la república acosando al juez Llarena, con los ayuntamiento de mayoría separatista empeñados en no cumplir la ley para despejar las calles de símbolos partidistas -especialmente la estelada y el lazo amarillo- y con una Administración catalana que ha reactivado tanto la estructura de embajadas como las cuantiosas subvenciones a la prensa afín.
«El periodo de gracia se acaba», le espetó Puigdemont a Sánchez desde Waterloo. Es una amenaza humillante. El ex presidente catalán sigue decidido a acaudillar un movimiento de tintes populistas que aspira a suplantar las instituciones propias del autogobierno catalán por un entramado ilegal alrededor de una ridícula «Casa de la República» y, por tanto, perpetuar el desafío secesionista. Ésta es la realidad y no la que pretende hacer ver el Gobierno.
FUENTE: ELMUNDO