La gente que curioseaba en torno al Congreso, ante la profusión de coches oficiales y gente trajeada, hablaba mal de los políticos en general, con cierto escepticismo y bromas en voz alta. Era el pueblo de siempre en el burladero. Más allá, colas para entrar en Tarzán el musical y el bullicio prenavideño de la Puerta del Sol. Los ciudadanos podían tomarse el día libre, pero entre los políticos se notaba que en el Congreso había que estar. En protocolo confiaban: “Nueve de 16 presidentes autonómicos, esto no lo hemos visto nunca”. Venían tres o cuatro como mucho, no por desdén, sino porque la lealtad se les supone y para qué vas a coger un avión a Madrid pudiendo cogerte un puente. También había parlamentarios de partidos pequeños, que otras veces se ausentaban porque de todos modos no les iban a poner falta. O Pablo Iglesias, que el año pasado no vino. Todos hacían más bulto, como que esta vez no se podía escurrir. No era un día de la Constitución como los demás.
Rajoy habló al llegar delante de una gran foto en blanco y negro en la que se veía el león de las Cortes en invierno, con la melena chispeada de nieve, y una pequeña multitud con paraguas en medio de un temporal. Daba sensación de intemperie. Muy propia. Ahí habló Rajoy, pero tampoco sacó de dudas: “Llevamos 39 años, son algunos años, pero también son pocos, según como se vea”. Y con esa incertidumbre se abrió el acto solemne. En el salón de los pasos perdidos no se podía dar un paso. Estaba abarrotado para escuchar a Ana Pastor, y cientos de invitados seguían el discurso en el resto de los salones a través de pantallas, en un ambiente extraño, como de boda, pero que no obstante transmitía cierta autenticidad, por los gestos serios y porque nadie estaba mirando el móvil.
Era un auditorio de gente elegante, caras importantes que te suenan no sabes muy bien de qué pero que sabes que son algo. Magistrados, militares, curas. Los camareros aguantaron el final del discurso con las bandejas ya preparadas, listos para salir y con una formación de bebidas estándar: una fila de coca cola, limón y naranja; otra de tres cañas; otra de vino tinto y blanco; y una variable con zumos, tomate o mosto. Las grandes esperanzas que se depositaron en su día en la Constitución contrastan con la falta de expectativas que suele producir su aniversario: dicen que hay demasiada gente, se come mal, no bebes nada, no puedes caminar. Pero todo fue al revés y estuvo bastante bien. “Este año ha habido más comida”, confirma un camarero. Son el tipo de detalles que refuerzan la confianza en el Estado de Derecho en un momento de zozobra.
Cuando terminó el discurso se abrieron las puertas y mucha más gente no solo pretendió entrar, sino que lo consiguió. Se procedió a la formación de corrillos imposibles y Rafael Hernando se pidió una coca cola. Un experto en evolución de fluidos podría haber analizado la importancia de cada cual según los movimientos que generaban. Los mayores vórtices de atracción se formaban en torno a Rajoy y Soraya Sáenz de Santamaría. Todos los líderes estaban más distendidos de lo habitual, porque este acto es lo más parecido a la cena de empresa del Congreso y los periodistas les tiraban ávidamente de la lengua a ver si decían algo. Además había corrillos sin bicho, sin nadie dentro, eran solo periodistas coordinando versiones sobre lo que habían oído. Había por ahí algunos adolescentes, hijos de alguien, que buscaban políticos famosos para hacerse selfis con ellos. Era el momento de saludar, pegar la oreja y encontrarse. Entretanto pasaban estupendos canapés de reducción de pulpo a la gallega o langostinos caramelizados, y los camareros también te los presentaban. Los anunciaban en voz alta.
Hacia la una salió el jamón, que suscitó el máximo consenso. Lo escribió Sergi Pàmies el otro día, podría ser el verdadero factor de cohesión ibérica. Al margen de los grandes corrillos uno se encontraba personalidades de incógnito, como un padre de la Constitución, Miguel Herrero de Miñón, que además hablaba como si estuviera escribiendo la Constitución: “Vengo de manera muy entusiasta, y no tiene mayor mérito por mi parte, porque encuentro tan honroso haber contribuido a ello y haber vivido bajo su imperio que me llena de contento”. Le conocían los camareros: “¿Un bombón de foie, don Miguel?”. Luego se fue: “Hombre, ahí veo a Landelino”. Era Landelino Lavilla, el último candidato de UCD. Eso sí que es un superviviente. Uno veía estos abrazos de gente de la Transición y percibía que ellos tienen mucho que celebrar, porque estaban allí y saben de dónde vienen. Al preguntarle por la actual situación, tan complicada, Herrero de Miñón veía todo con la distancia de la experiencia, como si no fuera para tanto, y era agradable oírselo decir a alguien: “Todos los momentos son complicados, pero todos terminan por superarse. En 40 años esta pregunta me la han hecho siempre, porque siempre había algún problema, es normal que los haya. Pero no hay nada imposible”.
Justo pasaba por ahí Roberto Bermúdez de Castro, el hombre del 155 en Cataluña, que esta vez entró de forma normal, no por el garaje. Pero luego le toca irse a Barcelona otra vez, va y viene los fines de semana, aunque asegura que aquello no es Vietnam: “La ciudad está muy tranquila”. El que sí estaba en el ágape era el propio embajador de Vietnam, por ejemplo, el señor Ngo Tien Dung, y es útil hablar con gente que viene de fuera para que nos hable bien de nosotros: “Es un acto impresionante, y es muy familiar, todo el mundo viene con alegría”. Daban ganas de ponerle un micrófono para que todo el mundo le oyera y se emocionara un poquito, era todo demasiado formal, con tensión de fondo. La democracia y la Constitución, por ejemplo, recordaba este hombre, sirvieron para que España y Vietnam establecieran relaciones diplomáticas hace 40 años.
Es curioso hablar con gente tangencial de la fiesta, porque en los corrillos de los políticos solo se hablaba de Cataluña, reforma de la Constitución y financiación autonómica. Y ahí estaba, por ejemplo, el Archimandrita Demetrio, del patriarcado de Constantinopla, nieto de griega y español. Lleva siete años viniendo, porque antes no les invitaban. “Debíamos de ser malos”, bromea. El discurso de la presidenta le pareció “magnífico”.
Al cabo de hora y media ya se habían formado esos meandros de tranquilidad de las fiestas, en salones con sillones donde veías a algún político solo y abordable, pero ya daba pereza ir a preguntarle de la comisión territorial, no fuera que te contestara. El vino, las ganas de desdramatizar y las croquetas de boletus hacían el ambiente más relajado. Tanto que Pedro Sánchez y Alberto Rivera intercambian bromas, como los dos guapos de la clase, del A y del B, que se cruzan por el pasillo. Entre risas uno le reprochaba al otro que le acusara de podemita y el otro que le llamara facha. “¡Pero si yo me llevo bien con este señor!”, le dijo Sánchez al despedirse con un apretón de manos. “¡Me debes una investidura!”, le contestó Rivera al irse, que es muy rápido en la conversación corta, pensando en Cataluña y en que él ya le apoyó una vez. Fue una frase muy buena, coincidieron los presentes y también un camarero.
El líder de Ciudadanos iba con corbata. Sánchez, no, pese al riguroso protocolo, y últimamente se pone alguna camisa muy loca, como el otro día en los desayunos de TVE. A las dos salió el cava. Y los postres. Triunfaron las gominolas de aceite de oliva. A las dos y media se llevan el tirador de cerveza. Poco antes de las tres, en una de las salas por fin los ujieres pudieron sentarse a comer. En las peanas de los nobles bustos de Cristino Mirtos o Agustín Argüelles quedaron copas vacías apoyadas. Así se le va perdiendo el respeto a los hombres ilustres y a las Constituciones, a base de vivir con ellos como si fuera mobiliario. Uno de los últimos en irse fue Montoro, quizá para asegurarse de que se apagaban las luces.
FUENTE: ELPAIS