«Esto se ha acabado, los nuestros nos han sacrificado». Los mensajes de Puigdemont a Toni Comín revelados por Telecinco, aparentemente, sellan el ocaso del procés. El ex presidente de la Generalitat permanece imputado por cinco delitos y Junqueras arrastra 90 días en prisión preventiva. Pelea, reproches en público, descontrol en la Ciutadella. Parece que ERC ha enterrado el unilateralismo. Es una noticia que causa alivio general. Incluido a Rajoy, que no disimula sus deseos de levantar el 155. «Intervenir la Generalitat fue más fácil de lo esperado pero lo mejor es que todo vuelva ya a la normalidad», me decía hace unos días un alto cargo próximo a la Vicepresidencia del Gobierno. No habrá normalidad a corto plazo, pero tampoco un procés II.

Los mensajes del ex president muestran la farsa soberanista. Cinismo, doble lenguaje y engaño a todos los catalanes de buena fe que se endilgan una careta con su rostro. Puigdemont trata de salvar su pellejo político y endosar a Esquerra la rendición soberanista ante Moncloa. Sus confesiones tienen un interés informativo notable, pero el escenario parlamentario permanece en manos de los independentistas. O insurrección o aceptación plena del Estado de derecho. O Junts per Catalunya se aviene a buscar otro candidato o habrá repetición electoral.

Lo relevante ahora es no confundir la derrota del kamikaze que huyó a Bruselas con la solución al problema catalán, por decirlo a la manera orteguiana. Rajoy ha salvado los muebles. Pero eso no le exime de su responsabilidad -por omisión- a la hora de imponer una visión cortoplacista ante el mayor reto político del Estado desde la Transición.

Nunca debió recoger firmas contra el Estatut. Nunca debió ignorar la amenaza de Mas de agitar el árbol secesionista. Nunca debió desdeñar la interpretación que hicieron los soberanistas de las elecciones de 2015, cuando convirtieron una victoria en un mandato para la autodeterminación. Nunca debió renunciar a la batalla del relato y del discurso político. Nunca debió escudarse en los tribunales para rehuir su liderazgo institucional. Y nunca debió exponer al TC a su fractura: primero por respeto a las normas; y, segundo, porque la investidura de Puigdemont, aunque contraria al Reglamento del Parlament, hubiera permitido a ERC librarse de él mediante la acción de la Justicia. Ya lo advirtió Rubalcaba: quieren que el Estado se lo quite de en medio. Lástima que no lo viera Sáenz de Santamaría, que desde la Operación Diálogo a las urnas que se le escaparon al CNI acumula una deficiente hoja de servicios.

Tras visitar Barcelona en 1916, Unamuno constató «cuán errados andaban los que aquí, en España, no veían en el catalanismo otra cosa que cuestión de negocio, de aranceles de aduana y de hegemonía industrial. No: había más, mucho más que eso y más íntimo». (Andanzas y visiones españolas, Espasa-Calpe).

Sigue habiendo más que eso. También una ceguera mutua que cercena la salida. El independentismo no acepta que con el 47% de apoyos puede gobernar, pero no ir a la secesión. El Gobierno no entiende que despachar lo urgente -frenar la ilegalidad- no puede servir de subterfugio para eludir lo importante: evitar que el porcentaje de desafección a España suba al 60%. Porque, si tal cosa ocurriera, ni los GEO pararían la segregación de Cataluña. Y eso lo sabe hasta Zoido.

 

 

 

 

 

FUENTE: ELMUNDO