Es obvio que los españoles nacemos para algo porque nacer para nada es tontería y si algún defecto tenemos es la modesta huella que dejamos tras nuestro paso por el mundo. Pero va siendo hora de perder los complejos y de empezar a reivindicar nuestra estampa hasta que el último de los sordos y de los ciegos sepa, sólo con poner el pie en tal o cual lugar, que por ahí anda un español.
A los españoles se nos nota poco. Pero con el tiempo y un poco de práctica hasta el más tímido de nosotros puede llegar a cinturón negro de la españolidad. El AVE, por ejemplo, que es un terreno que para mi desgracia conozco bien. ¿Qué es eso de subirse al tren, ocupar nuestro asiento con discreción y ponernos los auriculares? ¿Somos españoles o huevones?
Un español debe entrar en el AVE con los cojones por delante y cabreado como una mona escocida. Subir la maleta al tren haciéndola rebotar en las paredes del vagón como si dentro llevara el cadáver troceado de su peor enemigo, colocarla luego en el portamaletas con la misma lentitud con la que un biólogo le sacaría el polvo al último huevo de pájaro dodo del mundo y rematar a renglón seguido la operación largándole una coz de 300 kilopondios. Eso para empezar a desconcertar al personal. Como aperitivo, vaya.
Sacarse luego los zapatos y los calcetines, expandirse al límite de la flexibilidad de sus extremidades y lanzarse a un solo de batería con la bandeja del asiento delantero, que para algo la han puesto ahí los tíos que construyeron el tren, es imperativo. También lo es exteriorizar cualquier tipo de tara emocional o psicológica que podamos albergar removiéndonos en el asiento como si un xenomorfo estuviera gestándose en nuestro intestino grueso.
Arrearle puñetazos a la ventanilla a intervalos regulares mientras murmuramos con la mandíbula prieta algo así como «juro que le reviento la cabeza, juro que se la reviento» es un plus y ayuda a relajar el ambiente a tu alrededor.
Oler a choto frito puntúa muy alto, sobre todo en verano. Casi tanto como lograr que todo el vagón se entere, mientras contestas una llamada de trabajo con unos bramidos que no se habían oído en España desde la última berrea en el Coto de Doñana, que eres todo un comercial de colchones. ¿Quién no querría presumir de eso en voz alta? Nunca sabes cuándo te puede caer una venta y quién no ha subido al tren pensando «ojalá mi compañero de asiento venda pikolines».
Lo de levantarse del asiento y salir del vagón para no molestar al resto de pasajeros con tus mierdas irrelevantes está fuera de debate. Los cojones de un español pesan quintales y sólo deben desplazarse en el tiempo y el espacio por razones de tanto peso como el de esos mismos cojones. Así que las llamadas se atienden en el acto y en el sitio, que para eso has nacido en España y no en Alemania o Kamchatka.
El tupper es imprescindible aunque el viaje dure media hora porque un español debe satisfacer sus necesidades primarias en el acto y con el autocontrol de un bonobo. ¡Que den gracias de que no te arranques a mear por la ventanilla! Para el tupper, recomiendo coliflor hervida y con mucho vinagre, aunque cualquier potaje infecto capaz de lograr que el tren descarrile y las autoridades competentes decreten la alerta química en toda la provincia es válido.
Los auriculares son uno de esos inventos sin función porque todos los españoles somos el último hombre sobre la faz del planeta Tierra, así que aconsejo prescindir de ellos. Mucho mejor subir el volumen de tu móvil chino de noventa euros hasta que el sonido se rompa y cualquier cosa que salga de su altavoz parezca una cacofonía o un mensaje codificado desde la galaxia Andrómeda.
Aconsejo jugar al Call of Duty a todo trapo, repasarte la discografía entera de Maluma o aprovechar el viaje para cambiar los sonidos de alerta de tu teléfono testándolos uno a uno y a diferentes volúmenes. Si te metes en un chat, procura que el móvil no esté en silencio para que el vagón entero pueda oír docenas de encantadores ‘clinc’ por minuto. Así serán conscientes del ritmo al que te mensajea el prójimo. Esto muy importante porque la alternativa es que la gente no repare en ti.
Llamar a tu hija para avisarla de que llegas en una hora, y luego volverla a llamar para avisarla de que llegas en media hora, y luego volverla a llamar para avisarla de que llegas en diez minutos, y luego volverla a llamar para avisarla de que ya has llegado no tiene excesivo sentido práctico, pero es irritante y molesta casi tanto a tu hija como al resto de los pasajeros, así que desde aquí lo bancamos muy fuerte.
También es imperativo llorar cada vez que lo haces por si algún pasajero tenía alguna duda de que no sólo eres una madre posesiva y atorrante, sino también una desequilibrada emocional con más neurosis que pelos en el bigote.
Pero el arma definitiva de un español son sus hijos, que son su manera de decirle al mundo «si te creías que yo soy molesto, espera a ver cómo se desenvuelve entre otros seres humanos este pedazo de trombón de carne que he fabricado con esta gloria que tengo entre las piernas». Libre de cualquier tipo de atadura social, el hijo de un español no podría hacer más ruido ni que le implantaran un megáfono en la traquea.
Así que, caso de tener hijos, mi consejo es que experimentes con los límites del caos comportándote como Mariano Rajoy con los nacionalistas catalanes. Es decir, dejándole hacer a la criatura y permitiendo que la magia fluya. ¿Qué es lo peor que podría pasar? ¿Que el niño invoque a un demonio asirio a base de berridos guturales? No sería peor que la brasa que es capaz de dar tu vástago y, de hecho, algunos pasajeros lo agradecerían: a veces la muerte a manos de un demonio asirio suena mejor que soportar al español medio cuando se aventura lejos de ese corral de cabras en el que ha sido educado.