Donald Trump es el responsable directo de los gravísimos hechos registrados en Estados Unidos, que acabaron con el asalto al Capitolio. No solo por la abyecta llamada a sus seguidores para que lucharan «como el demonio» ante la sede del poder legislativo, sino por su insistencia en proclamar que ha habido un fraude electoral, en contra de todas las evidencias y de los pronunciamientos judiciales, entre ellos los de magistrados nombrados por él mismo. Su actuación, incluida su comparecencia en la que, lejos de condenar los hechos, lanzó un mensaje de complicidad y afecto a los insurrectos, debería tener consecuencias penales. Viendo el comportamiento de Trump, lo que aterra es pensar que la primera potencia mundial y su arsenal nuclear hayan estado bajo la responsabilidad de alguien que ha traspasado todas las fronteras de la infamia. Y lo que asombra es que durante su mandato no se hayan producido hechos aún más graves.

Pero sería una ingenuidad reducir lo que está sucediendo en Estados Unidos exclusivamente a la locura de un desequilibrado. Trump cosechó más de 74 millones de votos después de un mandato irresponsable, populista y sectario. Y constituiría por ello un grave error dar por hecho que, una vez que Joe Biden sea proclamado oficialmente como nuevo presidente y Trump abandone la Casa Blanca, los problemas desaparecerán por sí solos. Muerto el perro, desgraciadamente, en este caso no se acabará la rabia. Estados Unidos registra desde hace años una polarización política extrema, exacerbada por Trump y agravada por la crisis económica, que ha provocado el repunte del racismo a niveles desconocidos en décadas. Pero la fractura social trasciende las razas y afecta a una gran capa de la población empobrecida, olvidada y carente de oportunidades. La llamada con desprecio basura blanca, que ha acumulado enormes dosis de rencor. Bastó que un populista sin escrúpulos prendiera la mecha con sus mentiras para que la situación estallara.

Biden tiene una tarea histórica por delante para recuperar el prestigio de su nación, unir al país y curar las heridas. Su compromiso con la justicia y la democracia es innegable, aunque su falta de carisma no le convierte en un hombre providencial para esa misión. Que estos hechos hayan sucedido en Estados Unidos, una nación con más de 240 años de democracia a sus espaldas, debe servir de aviso a quienes, pese a presenciar el auge de los populismos de derecha y de izquierda, en España y en toda Europa, dan por sentado que algo así no podría suceder jamás aquí porque cuando alguien llame a la seis de la mañana siempre va a ser el lechero. Cuestionar a las instituciones, llamar a acosar la sede de la soberanía popular, renegar de la Constitución, atacar la unidad de la nación, descalificar a la Justicia, demonizar a los medios y aprovechar la crisis para sembrar odio entre los más desfavorecidos es la gasolina que aviva la llama antidemocrática. Y hacerlo desde el poder constituye ya un paso para que en cualquier momento la vergüenza que hemos visto en Estados Unidos se repita aquí.
 
 

GONZALO BAREÑO