De la ventana abierta al cambio político en España apenas queda una rendija. En tres años y medio, Pablo Iglesias y Albert Rivera han pasado de acariciar el sueño de ser presidente del Gobierno a resignarse a ser el socio para que gobiernen aquellos partidos a los que soñaron sustituir, engullidos, sí, por una arquitectura institucional que favorece al modelo bipartidista, pero, también, o sobre todo, depende de las plumas que tengan a bien elegir, por los goles en propia puerta que frustraron una oportunidad histórica. Todo parecía posible (piénselo: ¡quizá lo fue!) en el 2015: el régimen del 78 se desmoronaba, la vieja política era algo decadente, Podemos y Ciudadanos sostenían la mirada al PSOE y el PP, desafiantes, unos dirán que desde el desprecio, otros que desde la irreverencia, dispuestos a devorar un sistema con el que millones de españoles decían no sentirse representados.
Iglesias, a los lomos de la épica que reenganchó a quienes habían dejado de creer an la política. Rivera, con el discurso de la regeneración, arropado por la flor y nata del Ibex 35, que se daba codazos para llamarle ‘presidente’ al estrecharle la mano en los desayunos informativos de los hoteles madrileños. Había señoras que bajaban de sus balcones en Móstoles con bocadillos improvisados en los mítines de Podemos. Ciudadanos estrenaba una sede galáctica desde donde se podría gobernar el imperio de la regeneración. Los dos líderes se reconocían como iguales, compartían tertulias a dos, debates a dos.
Y sin embargo. Los ocho millones de votos que se colaron por la ventana del cambio en las elecciones del 2015 y 2016 no fueron suficientes para conquistar la Moncloa entonces y ni Podemos ni Cs han sabido aprovechar esta legislatura revuelta para dar un vuelco definitivo. “En cuatro años podemos ganar o darnos una hostia de proporciones bíblicas” advirtió Iglesias apenas unos días después las últimas elecciones generales, en una conferencia en la que no ocultó la angustia que le producía pasar del “combate épico entre el bien y el mal” al “mercado persa” del Congreso de los diputados. Fue un análisis premonitorio. Quién sabe si performativo.
Los traidores, línea oficial
La dirección de Unidas Podemos llega al 28 de abril con el partido en los huesos, el desencanto en las bases y la aspiración de entrar en el Gobierno con Pedro Sánchez, algo que el socialista, que trata a Iglesias como mero «intermediario», no tiene en sus planes. Prefiere el apoyo del podemista al de Cs para no dejar espacio de crecimiento a los morados, pero sin carteras ministeriales. En el 2016, quienes propusieron abstenerse a cambio de forzar la abstención de Cs y permitir al PSOE una legislatura en solitario fueron acusados de traidores y, al tiempo, purgados.
Ahora, las encuestas ponen luz al desencanto: el promedio indica que perderían cuarenta diputados (de 71 a 31), aunque ellos creen que con los debates pueden arañar una decena más.
Un tercio de su electorado se ha ido al PSOE. La mayoría ya había votado socialismo y ahora vuelve a casa. Los más jóvenes coquetean con la abstención, porque sienten al partido de Sánchez como algo ajeno, no confiable. Los hay indecisos, los hay hastiados y los hay dolidos.
La fotografía de Iglesias ha pasado de estar presente en las papeletas para las urnas europeas del 2014 a desaparecer en los carteles electorales del 28-A. Dicen los estudios que la polémica por la compra del chalet de Galapagar es un factor de peso en el descalabro aunque el partido ya estaba erosionado tras el batacazo de la alianza con IU, el ‘no’ a Sánchez y las disputas internas por el giro obrerista.
Noqueado por la moción
Ciudadanos, que antes de la moción de censura acariciaba la primera posición en los sondeos, se enfrenta a un 28-A poco halagüeño. La historia dirá si su actuación en las negociaciones de esa semana fueron precipitadas y acabaron provocando que el PNV apoyase a Sánchez o no. ¿Hubiese dado respaldo el grupo vasco al PSOE si no hubiese temido la maniobra de Cs amenazando con su propia moción?
Con Sánchez ya en la Moncloa, Rivera no consiguió redefinir la estrategia de su partido. Fue un impacto emocional y estratégico: la posibilidad de elecciones inmediatas cuando Cs estaba en la cresta de la ola se esfumaba. Sánchez había prometido al PNV que no llamaría a las urnas por lo menos en un año.
Entonces llegó el ‘Gobierno bonito’ y la irrupción de Vox. Rivera abandonó el centro en un viaje a la derecha que quedó inmortalizado en la fotografía de las tres derechas en la plaza de Colón. Hoy, el 59% del electorado de Cs está indeciso. El 21% duda si votar al PSOE. El 18% coquetea con el PP. Y el 10 % con Vox. Sus simpatizantes se muestran incómodos con los pactos a derecha e izquierda que pueda tejer y en los sondeos transmiten una atonía llamativa.
Las encuestas pronostican (de momento) que serán tercera fuerza, tras PSOE y PP: de 32 diputados pasarían a 49, según el promedio de los sondeos, en un crecimiento insuficiente para liderar el arco derecho. Al igual que Iglesias, a Rivera le puede salvar ser la bisagra necesaria para Casado o Sánchez.
Distinto es qué ocurre ahora con los ocho millones de votantes que se ilusionaron con Cs y Podemos, ahora que la luz que intuían al final del túnel resultan ser los faros de otro tren que viene de frente, parafraseando a Slavoj Zizek. Dónde almacenan el desencanto. Y hasta cuándo.