El Ayuntamiento tiene el apoyo de los ciudadanos que quieren el equilibrio entre una actividad de restauración reglada en la calle con el descanso vecinal y el respeto a la ciudad.

 

De quién es la ciudad de Murcia? De muchos, especialmente de los que en ella viven. Pero en ningún caso es exclusiva de los propietarios de bares, restaurantes, pubs y discotecas, que el pasado sábado han protagonizado un cierre patronal de sus establecimientos ante la intención del Ayuntamiento de restringir horarios de apertura y reducir el tamaño de las terrazas, que en los últimos años se han apoderado de nuestras calles y plazas.

Los propietarios de estos establecimientos viven, en cualquier caso, de la ciudad. A las viandas y bebidas que venden le suman el añadido del clima benigno de Murcia, las fachadas barrocas de nuestras iglesias y la peatonalización, que progresivamente se ha ido realizando del casco histórico, un excelente marco. De ahí su interés en mantener el actual ‘estatus quo’: horarios prolongados nocturnos en las terrazas y, si es posible, que estas ocupen el mayor espacio posible por cuanto ello supone más ingresos.

Por lo tanto, revestir este conflicto de un supuesto altruismo es una falacia. A las empresas les mueve el interés; a los ciudadanos afectados, su salud, y al resto, en qué queremos que se convierta la ciudad de Murcia.

Al alcalde Ballesta le he oído en alguna ocasión una definición del casco histórico de Murcia que comparto: una sucesión de iglesias, la mayoría barrocas, situadas en plazas, unidas por estrechas calles que nos llevan de una a otra. Es la herencia de nuestro pasado, una vez que, desafortunadamente, muchos de los palacios del XVIII que jalonaban esa estructura urbana fueron destruidos por el desarrollismo de los años 50 y 60 del pasado siglo. Pues bien, la amenaza ahora proviene de un nuevo modelo de ocio: esas plazas y calles son tomadas por los bares que, a partir sobre todo de la prohibición de fumar en el interior de los mismos, salieron a la calle y la hicieron suya. En algunos casos (San Juan, Santa Catalina, las Flores, Santo Domingo…) colapsándolas prácticamente. Toldos, sillas, mesas, servilletas de papel, cigarrillos, envases de plástico… el barroco marciano acogiendo comedores en la calle.

Y un buen negocio, claro. ¿Cuánto cuesta un metro cuadrado de bajo en el centro histórico? Bastante dinero. Pero los propietarios de bares extienden su negocio a la calle tan solo pagando la tasa de ocupación de la misma, que, como se figurarán, está a años luz en cuanto a precio de los locales cerrados. Ello lleva, lógicamente, a que en determinadas zonas solo veamos una sucesión de bares, porque el resto de establecimientos públicos han sido expulsados por cuanto una zapatería o una joyería de momento no vende sus productos en la calle, a no ser que queramos reverdecer nuestras raíces árabes y convirtamos la ciudad en un inmenso zoco.

Al Ayuntamiento no debe de temblarle el pulso. Tiene el apoyo de los ciudadanos que quieren que se consiga el equilibrio entre una actividad de restauración en la calle, que nuestro clima permite, reglada, ordenada y estéticamente atractiva, con el descanso vecinal y el respeto a la ciudad que le da soporte. Es tan obvio que casi resulta innecesario recordarlo.

Las nuevas normas municipales han de corregir forzosamente excesos anteriores. La laxitud nos es buena consejera como ha quedado demostrado a lo largo de los últimos años. Los jueces han empezado a tomar nota y aplican la lógica de la justicia. Entre el derecho a descansar y el de tomar un gin tónic, se decantan por el primero.

En algunas ciudades existe mayor conciencia sobre su patrimonio y la necesidad de protegerlo, como es el caso de Sevilla, que a pesar de vivir mucho más del turismo que Murcia, ya han adoptado medidas contra lo que allí llaman “veladores”, terrazas, que en nuestro caso avanzan de forma progresiva, colonizando un espacio que es de todos.
La consumición de comida y bebida en la calle es una costumbre vinculada a los climas que lo permiten, aunque hace no muchos años quizá tomásemos el aperitivo en la calle pero no era costumbre comer y cenar en la misma. Una costumbre no es una seña de identidad. Nuestra seña de identidad, la de Murcia, es su pasado barroco que puede combinarse con la gastronomía, pero no hasta el extremo de que sus empresarios nos interpelen públicamente sobre qué modelo de ciudad queremos.

La ciudad que queremos, en cualquier caso, no es la de una sucesión de toldos, cerrados como invernaderos, algunos de ellos con televisión incorporada, donde se devoran ‘marineras’. Murcia es otra cosa.

 

 

JOSÉ MANUEL SERRANO