Antonio (nombre ficticio) introdujo por primera vez la llave en la cerradura y abrió la puerta a una vida nueva. Acababa de comprar la vivienda, pequeña, en el primer piso de un bloque de cuatro plantas ubicado en un barrio muy modesto de Madrid. Un edificio de ladrillos y ropa tendida en la fachada, en el que el desasosiego solía colarse entre las rendijas de las angostas ventanas. Se había separado de su mujer. «Espero que vengas a verme, hijo, hay una habitación para ti», dijo cuando ya tuvo algunos muebles y los enseres básicos. Pero al otro lado del teléfono colgaron. Antonio se quedó un rato sin moverse, con el auricular en la mano, pensando. Sintiendo. Martirizándose.
Estuvo así, inmóvil e incrédulo, hasta que la noche comenzó a empañar sus sentimientos y se oscureció el salón. Sólo entonces colocó en su sitio el aparato telefónico y encendió la luz con la que el reducido espacio de la estancia le pareció más lánguido. Descorrió el visillo de la ventana para observar la calle a través de los cristales sucios. Una triste farola regalaba una macilenta y escasa iluminación que a duras penas permitía ver la silueta de dos niños jugando con un balón mientras una mujer, posiblemente la madre, les gritaba que subieran ya a casa, que la cena estaba lista. Le recordaron a su hijo, de pequeño quería ser futbolista aunque al ir creciendo se difuminaron los sueños, como ocurrió con los suyos propios.
Nadie llama, nadie acude
Toda la vida trabajando como operario en una multinacional de telecomunicaciones y ahora, justo cuando su matrimonio se rompía, se veía con un pie en la jubilación anticipada. Qué mal momento. En realidad nunca es buen momento para las cosas malas.
Los días pasaban sin horizonte, amontonando los meses. Una tarde, al ir a levantarse del sofá en mitad del partido de fútbol que estaba viendo en la tele, notó un fuerte pinchazo en el costado derechoque lo dejó fugazmente sin aire para respirar. Parecía cosa del hígado. Llamó a un amigo, que cuándo podrían verse, le preguntó. Éste se excusó, «cuando tenga un hueco te aviso»; es que siempre está muy ocupado, no pasa nada. Antonio sintió miedo. Miedo al dolor, que iba en aumento, al sufrimiento, a la incertidumbre sobre su salud, que desde hacía un tiempo no era buena. A punto de desvanecerse llamó a emergencias. Alertados por las luces y el ruido de la sirena de la ambulancia, varios vecinos fueron testigos de cómo lo trasladaban rumbo a un hospital. Nadie sabía de su dolencia.Tres días más tarde regresó a casa en autobús. Esta vez no hubo testigos de su entrada, era mediodía, la hora en la que los guisos bullen en las humildes cocinas del vecindario inundando el hueco de la escalera de un espeso olor a ajo y pimiento. Nada más llegar se sirvió un güisqui. Como si nada hubiera sucedido. Esa noche cayó en la cama agotado de hospital y soledad; porque la soledad cansa al igual que ensordece. Durmió hasta el día siguiente y no quiso despertar. Pero despertó. Estaba vivo. No por deseo ni voluntad, pero lo estaba.
La nevera vacía era una circunstancia que se remontaba más allá del ingreso hospitalario. No le apetecía salir a la calle a comprar. Tampoco es que tuviera hambre. Puso la tele, total para qué, se dijo, si nada de lo que pudiera ver iba a interesarle, y volvió a apagarla. En la mesita arrinconada junto al sofá había un libro desgastado y pensó que eso sí le apetecía. Con la lectura su cabeza se llenaría, al menos durante un rato, de una voz que no era la suya, la única que sentía un día tras otro. Estaba tan harto de hablar consigo mismo que ya no sabía qué decirse.
Cansado de vivir
Las hojas del libro acusaban, casi tanto como Antonio, el paso del tiempo. Tenían dobleces involuntarios y estaban lánguidas del uso. No era muy dado a la lectura; los ejemplares que tenía en casa podían contarse con los dedos de una mano. El de Fernando Pessoa era su favorito, lo adquirió hacía años en El Rastro, en el corazón de Madrid, y era el único que gustaba de releer sin prisas. «Hay momentos en que todo cansa, hasta lo que nos descansaría. Lo que nos cansa porque nos cansa; lo que nos descansaría porque la idea de obtenerlo nos cansa. Hay abatimientos del alma por debajo de toda la angustia y de todo el dolor». Otra vez el costado; dolía sin compasión. Qué cansancio. Intentó seguir leyendo. «Me hallo en uno de esos momentos, y escribo estas líneas como quien quiere al menos saber que vive». Hasta que se adormiló, cansado. Despertó en mitad de la noche empapado en miedo y sudor, sintiendo al mismo tiempo terribles escalofríos. Al ir a encender la lámpara de la mesilla sufrió un latigazo en el pecho que le cortó en seco la respiración. Con el último estertor tiró del cable y la lámpara cayó al suelo arrastrando a su paso las gafas y un vaso lleno de agua. El estropicio sonó en vacío. El cuerpo quedó de lado, como si quisiera abrazar por última vez los sueños incumplidos.
Desahuciar a un muerto
Cuatro años después, un hombre vestido de oscuro subió hasta el primer piso y en la puerta de Antonio pegó un papel lleno de sellos oficiales, con el que se le comunicaba que volverían a visitarle, «el 14 de febrero –¡qué desconsiderados!–. Deben llevarse de la vivienda todos sus muebles y enseres». Un desahucio. Recibos, facturas, impagos, luz, agua, gas… hipoteca. Y alguien, a quien se supone detrás de la puerta, que jamás retiraba el papel, como podían comprobar los vecinos sin que ninguno de ellos se inmutara. «¡Qué sinvergüenza! –pensaban–. Mira que no pagar su casa». El Día de los Enamorados se personó una comisión judicial dispuesta a ejecutar la orden de desahucio. Entonces sí, los vecinos se agolparon curiosos entre murmullos.
De repente todos callaron al intuir la extraña presencia de la muerte. El piso, vacío y en orden, solo que en el dormitorio yacía el cadáver de Antonio, en la cama, en estado de momificación. ¿El escenario de una película de terror? No: la realidad que golpea la conciencia.
A la mañana siguiente se instaló en el portal del edificio un silencio con el que sus habitantes pretendían eludir responderse a sí mismos la pregunta de cómo era posible que hubieran convivido durante cuatro años con un cadáver al otro lado de la puerta ante la que pasaban a diario.
En el buzón, entre la cascada de cartas de truncado destino, había una del ayuntamiento en la que se le ofrecía una mediación para ir saldando sus deudas. Como no fuera las deudas con la existencia, ¿qué otras podría saldar ya Antonio?
Las hojas del libro de Pessoa cayeron en el mismo abandono de los días que acabaron con Antonio, disidente de la vida. Quedó olvidado sobre la cama, abierto al azar por una página en la que podía leerse: «No hay nada a donde huir». Ni nadie que pudiera hacerlo.
FUENTE: ABC
APUNTES, CONFIDENCIAS Y NOTAS
La soledad es una de las mayores epidemias en las sociedades occidentales, contemporaneas, probablemente también la que más certeramente define el tiempo presente. En España viven solas 4,5 millones de personas, el 10% de la población. Y aunque esto no es necesariamente sinónimo de soledad, si es un indicador sobre los peligros de una sociedad en exceso individualista y utilitarista, eso que el Papa llama la cultura del descarte y que se ceba en particular con los más mayores. Pero si alguien sabe -o debiera saber- de hermanar a las personas y construir comunidades es la Iglesia. Lo que ocurre es que a veces hace falta un poco más de creatividad… y de generosidad.
Los franciscanos de Galicia han dado un ejemplo al poner a disposición de personas solas el convento de San Francisco de Betanzos. El edificio, que quedó vacío hace un año por falta de vocaciones, podría haberse vendido al mejor postor, pero la congregación ha decidido darle un nuevo uso con un proyecto piloto que abre un campo de trabajo de gran potencial no solo para los franciscanos, sino para toda la Iglesia .
CONVERSACIÓN Y SOLEDAD
De Luis M. Alonso
La conversación desaparece, ha dicho una investigadora del MIT, por culpa de la tecnología. Es una lástima porque conversar es lo que nos diferencia del resto de los animales. Por la conversación circulan las ideas y las emociones. Sin hablarnos no seríamos nada. Sin hablarnos sostenidamente y sin escucharnos, seríamos aún menos. En eso, en el intercambio de opiniones, consiste conversar. El cara a cara ha dejado de resultar interesante. Al parecer lo que nos importa, más que decirnos cosas uno al otro, es estar conectados. La conexión sobrepasa en interés a la información pero también al intercambio coloquial de dos o más personas que se miran a los ojos para expresarse. La tecnología ha acabado con la espontaneidad. Nadie, ni John O´Hara, el escritor que marcó una época de la literatura registrando como hablaba, pensaba y sentía la gente de su tiempo, podría reconstruir sus fabulosos relatos con la dejadez expresiva de ahora, jamás podría recrear en sus ficciones los diálogos que escuchó, porque la vida transcurre mayormente en un chat, que es una secuencia trágica de la soledad.
Y, sin embargo, tampoco queremos estar solos y por eso nos refugiamos en los dispositivos y en las descargas. No sabemos administrar la soledad como es debido. Llegamos a ella después de evitar la conversación con nuestros semejantes para refugiarnos en una estúpida conexión tecnológica. Pero estar solo de verdad no es malo. La soledad anima a pensar, a reflexionar, a meditar, a entendernos a nosotros mismos en los asuntos que tenemos pendientes. El sujeto que está solo y se refugia en su teléfono es porque no ha aprendido a digerir el gran momento que significa disfrutar de uno.
El hecho de querer estar siempre disponible en la soledad es un error que conduce a ser mucho más solitarios. A no conversar como es debido con los demás y lo que es peor a no conversar con nosotros mismos.
“MURCIA TRANSPARENTE”