Las motivaciones psicológicas de los terroristas islamistas para asesinar indiscriminadamente a seres humanos inocentes, como ocurrió en Barcelona en agosto del pasado año, suponen contravenir varias reglas elementales de la conducta humana. En primer lugar, al matar a otras personas, se vulnera el principio natural de la empatía, que nos sitúa emocionalmente en el lugar de los otros seres humanos y nos impide causarles un sufrimiento innecesario y extremadamente cruel (a las víctimas, a los familiares y a la sociedad en general). Y en segundo lugar, al matarse ellos mismos o facilitar su muerte por la intervención de la policía, se va en contra del instinto básico de supervivencia, que es un mecanismo adaptativo fuertemente anclado en la naturaleza humana.
Más allá de otras explicaciones sociales, políticas y económicas, a nivel psicológico el terrorismo está vinculado al fanatismo, que es una actitud caracterizada por una adhesión intolerante a unos ideales (políticos, étnicos o religiosos) y que puede llevar a conductas destructivas. En las personas fanáticas hay una amalgama de componentes afectivos (la exaltación), cognitivos (el valor absoluto de las creencias) y comportamentales (la acción violenta contra los supuestos culpables). El predominio de la convicción emocional sobre la coherencia racional -las ideas son discutibles; las creencias, no- lleva a la ofuscación de la conciencia. Los fanáticos, que creen estar en posesión de la verdad, cargan su pensamiento de odio para compensar su falta de racionalidad. El fanatismo supone un ahorro de energía psicológica porque no requiere de ningún trabajo intelectual (no se ponen en cuestión las ideas), elimina la incertidumbre, ofrece seguridad y proporciona el apoyo emocional del grupo.
Convertirse en fanático es resultado de un proceso gradual en el que los líderes religiosos, la familia (padres o hermanos), las redes sociales o los amigos desempeñan un papel muy importante, sobre todo en la adolescencia, dentro de un marco endogámico e impermeable a influencias externas. Nadie nace odiando. La transmisión generacional de las creencias extremistas se inicia a edades tempranas con un fuerte sentimiento de victimización, que justifica la violencia por el bien de una causa moral superior.
Los fanáticos precisan la presencia de un enemigo externo, al que atribuyen todas sus frustraciones, como factor fundamental para conformar una identidad propia y generar una cohesión grupal. Ese es el caldo de cultivo en el que germinan las semillas del odio, que pueden conducir a la venganza y a la violencia. El grupo genera asimismo un contagio emocional. Así, sus miembros tienen más tendencia a tomar decisiones arriesgadas porque el riesgo se percibe como compartido y, por tanto, menos amenazador.
Ahora bien, matar a seres inocentes en nombre de una causa supone dar un paso más en la estrategia de las personas fanáticas. Ello requiere de un adoctrinamiento intenso porque lo natural es percibir a las demás personas como seres humanos, lo que facilita el establecimiento de una relación de empatía. A efectos de protegerse de los sentimientos de culpa y de conseguir una inmunidad emocional, los fanáticos distorsionan la realidad, atribuyen sus frustraciones a los infieles, deshumanizan a las víctimas, considerándolas como un mero obstáculo que se interpone en la consecución de sus ideales, y legitiman con ello su conducta destructiva, a modo de imperativo moral. Los terroristas se sienten héroes, no asesinos, que deben dar cuenta de sus actos solo ante Alá. Todo ello se justifica con ideales sublimes: pertenencia al club de los elegidos, contribución a la causa, heroísmo, sacrificio de la propia vida y felicidad garantizada en el paraíso.
Las personas son más vulnerables al terrorismo islamista cuando acumulan frustraciones repetidas procedentes de un entorno percibido como hostil (sentimientos de humillación y venganza), carecen de un proyecto existencial propio y de una identidad personal y presentan ciertas características psicológicas (sugestionabilidad, hipersensibilidad emocional, con poca disposición al razonamiento e intolerancia a las críticas, autoestima baja, impulsividad o dependencia emocional de otras personas a quienes confieren un liderazgo incondicional). La pertenencia a un grupo islamista puede dar sentido a la vida desnortada de muchos jóvenes de este perfil, que carecen con frecuencia de un apego familiar sólido, no han desarrollado sentimientos de compasión y han crecido movidos por el odio. Al margen de las humillaciones sufridas, hace falta interiorizar la idea de que hay una misión que cumplir (destruir al enemigo), así como estar convencido de que toda esa destrucción va a tener sentido. Las personas con este perfil se dejan tentar y sucumben fácilmente a los cantos de sirena del terrorismo, sobre todo cuando son sometidos a un proceso de lavado de cerebro. El yihadismo se ha convertido así en una utopía global disponible para jóvenes que, por diversos motivos, no se encuentran a gusto en el mundo y que necesitan una coartada para sus venganzas o una forma de desaparecer con gloria.
Sin embargo, muchos fanáticos no tienen un trastorno mental (una cosa es la irracionalidad y otra bien distinta la locura) ni siquiera son psicópatas porque, a diferencia de estos, saben prodigar cariño a sus familias y amistades y cumplen habitualmente con sus obligaciones cotidianas. Entre ellos puede haber una amalgama de idealistas apasionados, de iluminados violentos y de fanáticos narcisistas criminales.
En cualquier caso, nunca se debe olvidar, como señaló Stefan Zweig en Castellio contra Calvino (1936), a propósito de la muerte en la hoguera de Miguel Servet, médico y teólogo, en Ginebra en el siglo XVI, que «matar a un ser humano no será nunca defender una doctrina; será siempre matar a un ser humano».
FUENTE: ELPAIS