Y la vergüenza se consumó. El 1 de octubre de 2017 no será recordado como el día en que se celebró un referéndum de independencia en Cataluña, sino como la jornada ominosa en que la irresponsabilidad de una Generalitat ocupada por iluminados y la inoperancia de un Gobierno largo tiempo ausente se confabularon para alumbrar el caos. No puede decirse que ocurriera nada completamente imprevisible, porque cuando las propias instituciones auspician el desborde de los cauces democráticos, es natural que la anárquica riada inunde la calle. Ese exactamente era el plan de Puigdemont, una vez desmantelada la logística de una consulta mínimamente presentable.
Los máximos culpables del desastroso espectáculo que las calles de Cataluña ofrecieron este domingo al mundo son aquellos que decidieron tomar a la parte adicta de su propia sociedad como rehén de un proyecto unilateral de segregación, vestido de designio patriótico. Y esos son Puigdemont, Junqueras, Forcadell y el resto de cabecillas cuyo comportamiento ya no puede ser juzgado por un editorial, sino por un tribunal: nuestra democracia no puede mostrar menor fortaleza que la República en su momento. El president de la Generalitat concretó anoche su amenaza: rodeado del Govern, anunció que en 48 horas trasladará al Parlament el resultado de la farsa de ayer para proclamar la independencia. En el colmo de la impudicia, pidió ayuda a la UE para consumar sus planes, con el delirante argumento de que las cargas policiales habrían constituido una violación de los derechos humanos.
El mecanismo de fusión entre masa y poder, entre Generalitat golpista y cooperación civil, venía engrasándose desde varias Diadas atrás. El domingo funcionó de nuevo: embriagados de la propaganda sentimental que restringe la democracia al ejercicio del voto al margen de la ley, catalanes bienintencionados -en su mayoría- se echaron a la calle en pos de colegios abiertos para meter una papeleta impresa en casa en una urna opaca de plástico, en la convicción de estar expresando un anhelo ancestral de libertad. Las letales dosis de retórica nacionalista ingeridas durante décadas quizá les velaba el verdadero significado de su acción: empujar a la extranjería a sus vecinos y segar la solidaridad con el resto de los españoles. Por eso no dudaron en utilizar a sus propios hijos como escudos humanos, en primera línea de defensa frente a los antidisturbios, ni en desafiar a la policía para obtener la enésima imagen victimista que lanzar a las redes como un engañoso grito de opresión. En el paroxismo de una guerra de propaganda que sustituye el análisis racional de los hechos, las victorias se cuentan por vídeos viralizados -o por partidos de fútbol cerrados al público, como el que jugó el Barça en señal de queja hipócrita- y no por garantías observadas. Porque el esperpento del 1 de octubre, con urnas que llegaban ya llenas al colegio o a la plaza y ciudadanos que repetían votación, no sólo incumplía la legalidad constitucional y el Estatut: también una veintena de puntos de la denominada ley del referéndum.
Fue un fracaso como consulta democrática, pero ese fracaso degeneró en instantes puntuales de represión: el botín emocional que perseguía el independentismo. Cabe felicitar a los agentes de la Policía Nacional y la Guardia Civil por el desempeño de un trabajo tan ingrato como espinoso en proporcionada aplicación de su encomienda legal. Un saldo de centenares de heridos no es un dato del que blasonar, pero las cosas podrían haber sido mucho peores, dadas las circunstancias. El Gobierno nunca debería haber permitido que un puñado de agentes se convirtiera en el último retén de la democracia sobre un terreno en el que se sentían extranjeros, y no por su culpa. Sino por los años de dejación de funciones del Estado en Cataluña. Cuando el Gobierno, forzado por la situación, ha tenido que poner a prueba su capacidad de control del territorio, la deslealtad de los Mossos les devolvió a la realidad. La pasividad exhibida en el instante decisivo -incluso la descarada colaboración con la red de la ANC- confirma las sospechas que pesaban sobre la policía autonómica, cuyos mandos deberán afrontar su responsabilidad penal por haber preferido la legalidad paralela de sus jefes políticos en lugar de proteger los derechos constitucionales de todos.
Rajoy declaró que el 1-O fracasó. Formalmente hablando, tiene razón. Pero su estrategia de esperar primero y mandar después a la policía se ha revelado otro fracaso quizá mayor. No ha logrado impedir que las imágenes cargadas de dramatismo den la vuelta al mundo. Ese capital político acumulado por el separatismo prolonga una rebelión cuya existencia el presidente se niega a asumir. Y sin asumirla, no es posible el restablecimiento institucional que propone abordar desde ahora.
La extraordinaria gravedad que supone la amenaza de Puigdemont de declarar la independencia de forma unilateral -dando por válida la dramática mascarada en la que degeneró la votación de este domingo- exige una respuesta contundente por parte del Estado. Ya no es tiempo de contención, ni de amables invitaciones al diálogo ante un grupo de dirigentes golpistas de los que ya no cabe ninguna duda de que van a seguir manteniendo su voluntad sediciosa en los próximos días.
Ante esta flagrante insurrección al orden legítimo, y en un contexto revolucionario que incluye la convocatoria de una huelga general, el Gobierno no puede dilatar la asunción de medidas que permitan frenar en seco los planes del independentismo, lo que incluye la aplicación inmediata del artículo 155 o la Ley de Seguridad Nacional, en aras de preservar la legalidad y situar a los Mossos bajo el control del Estado. El Gobierno no puede perder ni un minuto ni le debe temblar el pulso a la hora de hacer frente, con la ley en la mano, a la felonía del independentismo.