FERNANDO ÓNEGA
El señor presidente del Gobierno, don Pedro Sánchez Castejón, es un hombre que disfruta de su cargo, como todos los que lo ocuparon antes que él. Pero lo disfruta, además, en un sentido hedonista. Comparte con su esposa los aspectos más lúdicos, aprovecha una residencia del Estado para sus vacaciones y utiliza medios de transporte oficiales para sus desplazamientos, aunque sean por motivos privados. Si en vez de viajar en el avión Falcon o en el helicóptero viajase en su coche blindado, nadie le pondría la menor objeción, aunque el Estado tuviese que pagar más dietas, más servicios de seguridad y más gastos generales de desplazamiento. Y, por supuesto, nadie calcularía el tiempo consumido en esos traslados por carretera. Pero el Falcon y el helicóptero son medios suntuarios y esta sociedad no perdona el lujo ni la ostentación en el gobernante.
El Partido Popular encontró ahí una veta para ejercer la oposición y es implacable: el señor Sánchez debe explicar cuánto nos cuesta a los contribuyentes cada viaje privado. Especialmente, el que hizo al concierto de Benicasim, disimulado con un encuentro con el presidente de la Comunidad Valenciana y una alcaldesa. En una democracia transparente no debiera hacer falta esa demanda de información: si es un gasto público, debería figurar en algún asiento contable y asunto resuelto. La discusión sería otra: sería si un jefe de Gobierno debe viajar en vuelo regular, a ser posible low cost, o debe usar avión oficial igual que utiliza la residencia de La Moncloa. Como no hay esa transparencia ni regulación legal, la falta de información degenera en oscurantismo, el uso de una aeronave oficial se entiende como un privilegio de difícil digestión, y las explicaciones dadas parecen una caricatura.
Decir que el viaje a Benicasim costó 282 euros con 93 céntimos para matizar después que ese fue el gasto en protocolo, parece una broma del Día de los Inocentes. Argumentar meses después que la revelación del coste «afectaría a los planes de protección en relación con la ley reguladora de los secretos oficiales» parece una disculpa tonta para callar a la pandilla de impertinentes que tienen el vicio de preguntar. Quiero decir con esto que las explicaciones oficiales son mucho peores que el hecho de los viajes, incluso en el supuesto de que haya habido abusos.
Nos falta ejercicio democrático de transparencia y los portavoces actúan como si se hubiese robado dinero.
Ante esto, que tiene todas las caras del engaño o del disimulo, creo que solo se puede aplicar un principio: si el coste de un viaje del presidente del Gobierno o de otro representante del Estado no se puede revelar a la opinión pública, es que ese viaje nunca se debió hacer.