Cuesta trabajo entender el entusiasmo y las grandes risas con que las 350 señorías del Congreso de los Diputados se aplaudían a sí mismas durante la segunda vuelta de la sesión de investidura. Solo tienen derecho a felicitarse a sí mismos de esa manera tan exuberante quienes han hecho su trabajo; no es su caso. Por lo visto y oído en la Carrera de San Jerónimo, todos lo han hecho todo muy bien, ninguno se ha equivocado en nada y nadie tiene arrepentimiento alguno… Entonces, ¿por qué estamos tan mal?
Ni una palabra de autocrítica, ni un momento para hacer un mínimo examen de conciencia. Todos encantados de conocerse y todos encantados de tener tanta razón y haberla defendido con tanto poderío y salero. Tanto se han esforzado desde el PSOE y Unidas Podemos por hacerse con el control del relato que, al final, lo único que queda claro es que no está claro por qué demonios no hubo acuerdo si los ministerios y las ofertas volaban de un lado a otro con semejantes alegría y generosidad.
A ver quién le explica a cualquier persona normal que, habiendo puesto en juego docena y media de ministerios y hasta tres diseños de vicepresidencia, unos señores y señoras adultos y mayores no fueron capaces de encontrar una fórmula para ponerse de acuerdo, por mucho que desconfíen y por poco que se gusten entre sí.
No había más que escuchar y contemplar la satisfacción que rezumaban las bancadas y los portavoces de la derecha para calibrar las desoladoras dimensiones del error perpetrado por PSOE y Unidas Podemos; ambos tan llenos de razón en sus planteamientos como catastróficamente equivocados en sus decisiones. Cuando la izquierda no se entiende, la derecha gana. Es una ley inexorable de la política española. No admite excepciones y nunca deja de funcionar.
La política es como la vida, por mucho que quienes se dediquen a ella se empeñen en comportarse como si no lo fuera y rigieran unas reglas diferentes, que les eximen de pasar por las mismas penalidades que los demás cuando se equivocan. La incapacidad del PSOE y de Unidas Podemos para conformar un acuerdo e investir un presidente supone un fracaso para ambos. Echarle la culpa a uno o a otro consuela, pero no lo arregla. En la vida y en la política los fracasos se pagan y se pagan muy caros. Dicen que de los fracasos se aprende, pero eso es una mentira piadosa que nos contamos a nosotros mismos para confortarnos. Lo único cierto es que hay que pagarlos, siempre.