Los partidos políticos españoles consultan, cada vez, un mayor número de asuntos a sus afiliados. Sin embargo, como en el resto de los países de nuestro entorno, en la mayor parte de los casos están más centrados en afinar su maquinaría electoral que en abrir grandes debates ideológicos o programáticos.
Desde la aparición de los partidos catch all -también llamados “atrapalotodo”, esos que pretenden atraer a todos los electores gracias a su indefinición ideológica- , los afiliados han visto reducidas sus funciones: la propagación de los mensajes y la decisión sobre los asuntos que interesan en cada momento han quedado ahora en manos de los medios de comunicación. Otra de las atribuciones tradicionales de los afiliados, la financiación de la organización, recae principalmente en manos del Estado. Además, los dirigentes de los partidos prefieren acudir a las empresas demoscópicas para sondear las opiniones de la ciudadanía, que escuchar a sus militantes.
De todas estas estas funciones que han sido sustraídas a los afiliados, el de la financiación pública de los partidos es quizás el factor más decisivo. La cantidad que da el Estado a cada partido varía según los cargos electos y el número de votos que obtiene. Esta dependencia financiera de los resultados electorales provoca que los electores sean más importantes que los afiliados para la vida de los partidos; además, éstos dan acceso al gobierno de las instituciones.
Simultáneamente a este proceso de vaciado de competencias, se ha producido una fuerte burocratización de las organizaciones políticas. Una importante red de funcionarios de partido y cargos públicos se ocupan de todo; aunque, sin duda, controlar y dirigir la organización es la más notable de sus funciones.
En este punto, es importante distinguir entre militantes, afiliados y electores, al margen de otras tipologías más modernas como simpatizantes o inscritos. Fue Panebianco quien advirtió la diferencia entre militante, que forman parte de la vida interna de la organización y acaba de compromisario o delegado; y afiliado, que se limita a pagar la cuota y solo aspira a votar en unas primarias.
Muestra de la importancia de esta diferencia son los 869.535 afiliados del Partido Popularconvocados a las primarias de su partido. Una cifra espectacular desde el punto de vista comunicativo: una incipiente mayoría, preludio de una gran victoria electoral. Sin embargo, los 66.706 finalmene inscritos para votar, menos de una décima parte (7,6%), evidencian la diferencia entre militante y afiliado. Entre aquellos que están instalados en la organización y los que han ido perdiendo la ilusión.
Pese a ello, los afiliados (y no los militantes) se convierten en un recurso fundamental. El reclamo a éstos aparece como una coartada de la dirección de los partidos; un hábil recurso al que apela la ejecutiva cuando quiere legitimar una decisión con una pátina democrática que dé lustre al candidato designado, o autoproclamado, por ellos mismos.
Esa misma afiliación también sirve para que un candidato sin el respaldo del aparato del partido pueda disputar la dirección. Ni siquiera hace falta un outsider para intentar subvertir el orden establecido y cumplir esa leyenda que dice que el botones de un banco puede acabar dirigiéndolo: las primarias se han convertido en el gran mecanismo que permite bordear los férreos controles de las ejecutivas de los partidos. Este sistema de elecciones de dirigentes por los afiliados no son, sin embargo, una fuerza democratizadora per se; aunque existen modalidades más abiertas, como las primarias ciudadanas del PSF en las que cualquier ciudadano podía votar por su candidatura favorita, todo adolece de cierto carácter marketiniano. El partido abierto a los afiliados. El partido abierto a la sociedad. Una difusa frontera que siempre trata de controlar el politburó.
El afiliado, entonces, fracasa como recurso. Las tipologías clásicas de participación política se han actualizado y obligarlo a reinterpretar un rol pasado puede ser una torpe solución. Pese a ello, este afiliado puede recapitalizar los partidos, aportándoles un valor esencial.
Coleman, Bennett, Vromen, Entman, entre otros, han analizado las nuevas formas de participación. Espacios menos institucionalizados, más informales, lo que se llama una individualización colectivizada: ciudadanos, principalmente jóvenes, que apuestan por una nueva relación con el resto de actores políticos, gracias especialmente a los medios de comunicación no convencionales, que han sido capaces de generar nuevos espacios para la política. Pero, aunque la preeminencia de los medios digitales es notable, con frecuencia estas nuevas prácticas se reducen a una asamblea ciudadana, un foro de barrio o un pasacalles. Sin embargo, hay una importante novedad que se basa en un sencillo principio: la capacidad de los nuevos canales para generar nodos.
Nodos y conexiones que donde los ciudadanos, y también a los afiliados, son un recurso fundamental no solo por su capacidad para generar debates alternativos, sino también para movilizar electores. Ese recurso tan preciado por los partidos.
Los partidos tienen la oportunidad de aprovechar estas nuevas herramientas para recapitalizar sus organizaciones. Para incorporar, como ya han hecho algunos, nuevamente a los afiliados y ciudadanos. No se trata de volver la vieja fórmula del partido de masa, o sí.
Muestra de ello son dos de los mecanismos de colaboración: el crowdfunding (o micromecenazgo) y el outsourcing (la externalización de tareas). Aunque ambos presentan, casi siempre, un carácter coyuntural, sientan las bases de una nueva relación entre ciudadanos y afiliados. Herramientas de microfinanciación que mejoran el vínculo entre electores y candidatos al tiempo que permiten a partidos con escasas posibilidades de obtener financiación incrementar su competitividad. Y, lo más importante, herramientas con las que se movilizan a esos electores que están dispuestos a financiar la campaña.
En países como Estados Unidos, la externalización de tareas, el outsourcing, ha demostrado su eficacia. El encargo de todo tipo de tareas, principalmente relacionadas con la movilización, se ha convertido en parte de la estrategia de cualquier partido. Unos reciclados grassroots (grupos de voluntarios) con los que todo, incluso el uso de la tecnología, queda al servicio de la comunicación interpersonal: la comunicación, vecino a vecino, sin necesidad de intermediarios.
Limitar la participación de los afiliados, y de los ciudadanos en general, a la selección de elites es perder una parte valiosa de su potencial. No se trata de regresar al modelo de partido de masas, pero existen fórmulas para incorporarlos con su nuevo rol y no de un modo pasivo, limitado a elección entre candidatos.
Es necesario incorporar esos nodos ciudadanos a su estructura para hacerlos partícipes de la vida del partido. No como militantes o afiliados, pues probablemente no quieran esa relación formal; pero sí incorporándolos a los debates y encargando tareas de movilización a aquellos que ya conocen a sus vecinos. Sumando sus problemas y las cuestiones que les inquietan a su programa político.
Hay muchas tareas, por tanto, que pueden reconfigurar el papel del afiliado superando su rol secundario, de mera coartada democrática, y haciéndolo protagonista de la vida del partido. La decisión no depende de ellos, sino de la dirección de estas organizaciones políticas.
Mientras tanto, esos ciudadanos, afiliados o no, seguirán organizándose; buscarán formas más o menos institucionalizadas para poder participar políticamente. Si los partidos deciden no contar con ellos, ellos crearán sus propios partidos o vías de participación.
FUENTE: PUBLICO