Las elecciones internas del PSOE del próximo domingo son cruciales para esa formación, pero sobre todo para cualquier proyecto transformador en España.
Dado que la elección se dará entre una candidatura de derecha del partido y otra de izquierda, sería un error para cualquier fuerza política que aspire a transformar este país apostar por la victoria de la corriente derechista.
La victoria de la derecha socialista puede resultar a primera vista atractiva a los ojos de otras fuerzas transformadoras por varias razones. Vendría a confirmar la verdadera identidad del PSOE, larga y malamente ocultada por las políticas neoliberales de sus gobiernos. Esta confirmación desenmascararía finalmente la auténtica identidad socialista, produciendo un esclarecimiento de las bases que les abriría el camino para sumarse a las verdaderas fuerzas de izquierda. Por el contrario, el triunfo de la izquierda del partido reiniciaría el círculo de engaño y traición hacia votantes y militantes, retrasando otra vez la solución.
El problema de esta perspectiva es que le da más importancia a tener razón —sin saber además que es la suya— que a sumar fuerzas para la transformación. Lo que está en juego en las primarias socialistas no son las cuentas que IU no pudo cobrarle al PSOE en los ’90, ni una pedagogía catequética sobre los mandamientos del auténtico progresista. Lo que se juega no es moral, sino éticopolítico: la responsabilidad respecto de las consecuencias que traería la victoria de esa derecha partidaria para el proyecto transformador. Como tantas veces en la historia, es muy probable que lo bueno para la autoafirmación identitaria del que quiere tener razón sea exactamente lo malo para el proyecto que dice querer realizar.
La apuesta por el esclarecimiento de las conciencias es la más antigua de la política. Las identidades políticas no parecen responder a esa lógica pre-freudiana, sino a la de una racionalidad afectiva por la cual determinados valores —ya que no pueden ser elegidos científicamente— son objeto de una apuesta, de una fe sin la cual no es posible —paradójicamente— pensarlos. Por lo tanto, no es una pedagogía de “la verdad” la que permitiría su transformación, sino la capacidad de vincular esos deseos (de igualdad, en este caso) a nuevas metas.
No se trata de discutir si el PSOE fue neoliberal, ni de cuestionar sus emblemas, figuras e historia. Se trata de entender que la amplísima mayoría de sus militantes y votantes entienden que es el partido de la justicia social. ¿Vox populi, Vox Dei? De ningún modo. Precisamente, no se trata de eso, sino de que cualquier proyecto transformador debe sumar voluntades de transformación. El grueso de éstas se encuentra en el PSOE. Hay que construir una voluntad nueva que no le exija a nadie más que la aspiración de llevar adelante la defensa de la democracia y de la igualdad. En efecto, llevar adelante: la política se vuelca en el futuro.
El sorpasso refuerza la identidad del ganador, sea quien fuere, pero debilita la fuerza conjunta de esa nueva voluntad. Es una disputa de narcisismo de partido. De elites, no de bases, porque su efecto central es dividir el campo común.
Endurecer la propia posición u hostigar la decisión del domingo desde la superioridad moral del que cree poseer la verdad representa, además de una posición moralista antipolítica, levantar un muro de división y recelo entre sectores llamados a converger, con el fin pequeño de ver de qué lado está cada uno. Transformar es otra cosa.