La brecha abierta en Podemos vuelve a desvelar, paradójicamente, la causa que dio origen a su nacimiento: una crisis de representación que apuntaba directamente a lo que se había convertido en un endémico funcionamiento de los partidos políticos. Su aparición fue posterior al 15-M, un movimiento que captó la indignación ciudadana frente a unos responsables políticos ensimismados en sus batallas de partido. El reverso de la moneda, la aparente respuesta ante tanto malestar, apareció con la creación de un partido que, se suponía, sabría leer la significación de ese revulsivo social.
Lo llamaron, de manera inexacta, “regeneración democrática”, y no pasaba únicamente por la necesaria crítica a la impunidad con que algunos representantes políticos mentían a sus potenciales votantes, sino por esa reclamación de políticos conectados con la realidad. Pero han bastado tan solo cinco años para que den la impresión de haberse olvidado de la forma en la que se definió esa crisis de representación. La porosidad constituyente de la formación morada la dotó de una singular dialéctica de apertura/cierre, plasmada en eso que sus dirigentes denominaron “partido-movimiento”: un híbrido a mitad de camino entre un movimiento social y una estructura de partido pensada para acumular fuerza electoral.
El experimento se plasmó en las famosas confluencias, las coaliciones electorales que Podemos articuló a escala regional y que fueron marcando el éxito inicial de las candidaturas de “unidad popular”. Y sin embargo, su funcionamiento ha resultado incompatible con una estructura de liderazgo fuerte y personalista como el ejercido por Pablo Iglesias. Podemos, como movimiento, no consiguió el sorpasso a los socialistas en su momento y como partido no ha conseguido tampoco la estabilidad operativa que ese tipo de organización implica.
En gran medida, la crisis actual es producto de esa imposible congruencia entre agrupaciones electorales pensadas con lógica local y el férreo hiperliderazgo controlador desplegado desde la cúpula. El desgaste de la formación se explica, además, por el vehemente interés en construir una suerte de discurso patriótico heredero de las experiencias de la izquierda latinoamericana, activando una estrategia política que casa mal con los marcos profundos de lo que históricamente ha representado la izquierda en España, más vinculada con la cuestión social. Quizá esta deriva explique el paso de Íñigo Errejón al querer integrarse en una candidatura como la de Manuela Carmena, reacia a entrar en el discurso de corte nacional-patriótico y a implicarse en una agenda política marcada por la retroalimentación, efecto del procés, de variados nacionalismos irredentistas.
Un Podemos irrelevante sería hoy una mala noticia, no solo para el PSOE, que le ha tratado como posible socio y ve desaparecer un espacio a su izquierda que difícilmente podrá absorber, sino porque realmente el movimiento fue capaz de detectar una necesidad política. Los sistemas democráticos necesitan formular alternativas con componentes utópicos, elementos aspiracionales que no reduzcan la política a la mera gestión y que pugnen por abrir otras vías para implicar a la ciudadanía. Podemos supo ser en su momento un revulsivo democrático, y sería malo que desapareciese carcomido por la vieja política.
FUENTE: ELPAIS