La huida del PSOE desde el centro político, Susana Díaz como rival y el uso de las primarias como método de elección explican el regreso de Sánchez, que está condenado a entenderse con Podemos

1. Del «no a la guerra» al «no es no»

Se ha señalado con acierto que la victoria de Pedro Sánchez nace de la difícil digestión de la militancia socialista de la abstención en la investidura de Rajoy. Pero es bastante corto de miras pensar que aquellas dificultades arrancan del 20-D o del 26-J. Los orígenes del «no es no» se remontan mucho más atrás, y algunos no tienen nada que ver con Pedro Sánchez.

Para rastrear el origen de los males socialistas, conviene volver por un momento a 2004, a la primera legislatura de Zapatero. Es obvio que el resultado de aquellas elecciones nunca hubiese sido el mismo sin el atentado del 11-M y sin la nefasta gestión del gabinete de Aznar en los días posteriores. Pero Zapatero nunca pareció entender la naturaleza hasta cierto punto accidental de este resultado, y emprendió una agenda política como si una rotunda mayoría social lo hubiese llevado en volandas a La Moncloa. No me refiero, claro está, al matrimonio homosexual o la ley de igualdad, que nos situaron en la vanguardia de una dirección en la que se han movido la mayoría de países desarrollados desde entonces. Pero basta repasar el resto de iniciativas políticas impulsadas durante aquella legislatura: la reforma de los estatutos de autonomía (especialmente el catalán), la negociación con una banda terrorista entonces activa, la memoria histórica o la revisión de nuestra política exterior, no ya para corregir los excesos atlantistas del anterior Gobierno, sino para situarse en una órbita de simpatía hacia los gobiernos más radicales de América Latina (para los anales, quedará cuando Zapatero dio plantón a Lula para atender una invitación de Chávez).

Mientras tanto, el Partido Popular, traumatizado por una derrota electoral imprevista, reaccionó como ya hiciese en 1993: echándose a la calle. Ya fuese por la deriva de unos o la de otros, el Gobierno Zapatero convirtió el aislamiento del PP en uno de sus ejes de acción política. Según declaró el propio expresidente, su resultado parlamentario preferido era el de “todos frente al PP”. Zapatero volvió a ganar las elecciones en 2008, pero a costa de desplazar el centro de gravedad de su base política desde el centro hacia la izquierda.

La huida del PSOE desde el centro político había empezado mucho antes que el movimiento 15-M

Esta deriva política no fue gratuita. Años después, los socialistas tendrían ocasión de comprobar que la nueva novia que se habían echado era mucho menos comprensiva que la anterior, más volátil en su adscripción política, sobre todo tras la sacudida que supuso el movimiento del 15-M. Pero la huida del PSOE desde el centro político había empezado mucho antes. Para entendernos, el “no es no” es el hijo político del “no a la guerra». Que Sánchez haya acabado convirtiéndose en el alumno aventajado de Zapatero, el mayor defensor de Susana Díaz, se trata, esta vez sí, de una sonrisa del destino.

2. Susana Díaz

Susana Díaz, en mi opinión, no era la candidata más idónea ni como cartel electoral, ni como candidata en unas elecciones internas. A más inri, su campaña fue irregular, aunque amortiguada por su eficaz desempeño en el debate entre candidatos.

Diaz tenía varias debilidades como cartel electoral: su perfil político no era el más adecuado para frenar la marea populista. No creo que sea casualidad que Clinton y Díaz hayan fracasado en frenar al populismo, mientras Macron ha triunfado en Francia. Hay algo casi tan peligroso como el propio populismo: ignorarlo, pensar que es una fiebre pasajera, que dos tazas de vieja política sirven como antídoto. La desafección populista tiene unas raíces profundas y variadas: nace del modelo de crecimiento económico de las últimas dos décadas, de las insuficiencias de los sistemas de representación política, de la crisis de los medios de comunicación tradicionales, y si me apuran, hasta de la evolución tecnológica, cuyo desarrollo ha ido mucho más deprisa que las expectativas vitales para la inmensa mayoría de los jóvenes.

Para frenar el populismo hay que ofrecer algo distinto, un proyecto que no solo sea nuevo, sino que lo parezca. Macron lo era, al liderar un movimiento político construido de la nada. La propuesta política de Díaz, más allá de su contenido, proyectaba un aroma a «más de lo mismo». Podrá ser injusto. Ha habido en la historia magníficos políticos que simplemente tenían el perfil equivocado en el momento inoportuno. Por ejemplo, pienso que Bush padre fue un magnifico presidente. Pero tenía tatuado un aroma a guerra fría cuando el muro de Berlín había caído y empezaba una nueva década. Sus opciones de ser reelegido en 1992 se acabaron cuando Bill Clinton se puso unas gafas de sol e hizo una entradilla a golpe de saxo antes de ser entrevistado en el programa de Arsenio Hall. La comparación entre dos épocas era sencillamente irresistible.

Díaz nunca hubiese podido representar una candidatura de unidad. Su victoria era la de uno de los bandos, la de echar sal a las heridas

Susana Díaz no era tampoco la mejor candidata para supurar le herida interna. La investidura de Rajoy se vivió entre los militantes socialistas, por las razones ya señaladas, como una tragedia familiar, capuletos contra montescos, tirios contra troyanos. Una brecha no solo política, sino humana, de traiciones personales, de pasiones y cuentas pendientes. Y Susana representaba, con razón o sin ella, a una de las facciones enfrentadas. Nunca hubiese podido representar una candidatura de unidad, de conciliación. Su victoria era la de uno de los bandos, la de echar sal a las heridas.

Si Díaz hubiese sido capaz de superar estos dos hándicaps, el político y el interno, nunca lo sabremos. Porque también falló en la ejecución. Su campaña electoral bordeó el colapso en varios momentos. No creo que exista la fórmula de una campaña perfecta, pero si existiese, tendría estos dos elementos: por un lado, estrategia, y por otro, flexibilidad. Es obvio que son dos principios opuestos. Hay que seguir una estrategia con disciplina hasta que resulte necesario cambiarla. Acertar con el momento exacto es el gran arte de las campañas electorales. La de Susana parecía diseñada para una realidad paralela, la de una candidata elegida por aclamación. Pero esa realidad dejó de existir en el momento en que Pedro Sánchez se lanzó al ruedo en un multitudinario mitin en Dos Hermanas. Y a Díaz le faltó cintura para adaptarse al nuevo partido. Al persistir en su estrategia original, agravó sus debilidades como candidata (la foto con todas las viejas glorias fue una exhibición de músculo innecesaria que no hizo sino alimentar el relato de Pedro Sánchez).

Y, finalmente, hubo fallos que difícilmente casaban con la imagen de profesionalidad que quería transmitir el susanismo. Primero, se dijo que no había programa porque el documento político era el de la ponencia. Despuésse improvisó un documento en unos días, que además no se centraba en propuestas sobre el modelo de partido (como correspondía a unas elecciones internas) sino que incluía confusas propuestas como un préstamo-renta de cariz blairista para emprendedores que pusiesen sus proyectos bajo «la tutela de la Administración» (lo que quiera que eso signifique). Cuando le das las llaves de tu programa a un plumilla ocurrente, puede pasar que acabe definiendo la política cultural como «sacar a los asiáticos de sus playas para traerlos a nuestros museos».

Si la campaña de Díaz no descarriló del todo fue porque la candidata tuvo un desempeño notable en el debate. Fue eficaz sin ser agresiva, consistente en el mensaje (insistiendo como un boxeador experimentado en los cambios de opinión de Sanchez) y hasta cierto punto mordaz («No mientas, cariño»). El único problema es que, para entonces, la suerte de las primarias estaba echada.

3. El método de elección de candidatos

En España, somos expertos en copiar las cosas a medias. El problema de hacerlo es que, a veces, no funciona. La mitad de un coche no arranca, igual que la mitad de un cuerpo humano no tiene muy buen diagnóstico. Las primarias como forma de elección de candidatos tienen su origen en EEUU. En su formato más reciente, se remontan a 1968, cuando una convulsa convención demócrata acabó como el rosario de la aurora. La conocida como comisión McGovern-Fraser propuso hacer mas transparente el método de elección de los candidatos, extendiendo el formato de las primarias. En Europa, hubo algunos experimentos en la década de los noventa en Alemania, Reino Unido y la propia España. En los últimos años, se han utilizado en Francia, Italia y Grecia (en su formato abierto a simpatizantes), y en otra decena de países, solo para los militantes.

Lo que no mezcla bien es un modelo de partido tradicional con unas elecciones primarias. Se mezclan legitimidades y se diluyen los contrapesos

En mi opinión, las primarias tienen varias ventajas en su formato abierto a simpatizantes, pero siempre y cuando el modelo de partido tenga el formato ligero que tiene en EEUU, donde en realidad los partidos son reinventados como plataformas políticas cada cuatro años. Lo que no mezcla bien es un modelo de partido tradicional con unas elecciones primarias. Se mezclan legitimidades y se diluyen los contrapesos. O lo uno o lo otro.

¿Y ahora qué? Es la pregunta que todo el mundo se hacía la noche del domingo. Ahora empieza un rosario de incógnitas. Las relaciones entre el PSOE de Sánchez y el Podemos de Iglesias marcarán el devenir político. En mi opinión, están condenados a entenderse. Esta pinza llevará al Gobierno a la situación de mayor precariedad de nuestra historia democrática, tal vez con presupuestos pero sin capacidad de maniobra política, y viendo cómo la actividad parlamentaria se limita a una serie de comisiones de investigación para mayor lucimiento mediático de la oposición.

Antes o después, Rajoy se hartará y convocará elecciones. Si lo hace en los próximos tres meses, auguro que Sánchez, a lomos de su nuevo aura de ganador, se irá por encima de los 100 diputados y seguramente acabe en La Moncloa, acompañado de un vicepresidente llamado Pablo Iglesias. ¿Y si Rajoy estira la legislatura algo más y aguanta digamos un año? Aquí entramos en el terreno de la política ficción. Pero puestos a jugar a los augurios, diría que, en ese caso, el próximo presidente del Gobierno será también socialista, pero no se llamará Pedro Sánchez.

 FUENTE: ISIDORO TAPIA, EL CONFIDENCIAL.