Escucharon los gritos de alerta desde el chozo en el que habían pasado la noche. Era la guardia civil. Intentaron huir pero él quedó herido, muerto en seguida, en el suelo tras los primeros disparos. Ella retrocedió, en dos pasos, hasta el refugio. Estaba rodeada y comenzó el ‘diálogo’ para la rendición. Llevaba la voz cantante un joven de paisano, pistola en mano y gabardina clara. Decidió salir, manos a la espalda, ocultando una bomba de mano.
Avanzó no mucho, mientras preparaba el artefacto, y lo arrojó en dirección al de claro… y no estalló. Tampoco le acertó la respuesta, casi automática, del tiro de pistola. Un guardia civil terminó el asunto con una ráfaga que le hirió las piernas. Cayó. La hicieron prisionera. La monja del hospital la escayoló de arriba a abajo: eso la protegió en los interrogatorios y quizá le salvó la vida. No le evitó la cárcel.
Al terminar de leer el relato, Teresa solo pensaba en el pueblo en cuyas afueras se situaba el recuerdo de aquella superviviente del maquis. Salió casi de un salto de su habitación al pasillo de la casa y vio que era el mismo que nombraba a su padre hijo predilecto (o algo parecido) por proteger a las gentes del lugar de los asaltos del maquis. Aquel diploma enmarcado formaba parte del paisaje familiar desde que podía recordarlo. No le costó situar al personaje: el policía de la brigada político social, que iba al frente de los guardias civiles, el de la gabardina clara, el destinatario de la granada fallida y el autor del disparo sin blanco, era su padre.
Y enrojeció. Primero por dentro y luego por fuera. Y en cuanto pudo se la armó… y gorda. Le llamó de todo, ‘menos bonito’ como dicen por el sur. Fascista, represor, tirano, lacayo… y se fue a la biblioteca del Consejo Nacional del Movimiento (a punto de ser Senado otra vez) donde trabajaba. En sus recientes años de estudiante no había faltado nunca a las manifestaciones que reivindicaban el todo por aquel entonces: el establecimiento de un estado de derecho en sus diversas concreciones y, sobre todo, libertades.
Aquello pasó, lo de la bronca. Casi enseguida vino su matrimonio, los hijos, la oposición a cátedra de instituto, la tesis doctoral. A la vez, las notas de los hijos, las ocurrencias que le contaban (el pequeño le declaró una vez que él no quería ser becario, tras el asunto Lewinsky, como le recomendaba su madre que le veía ya casi de profesor universitario), el empeño por terminar las tesis de la pareja, los giros en la orientación profesional, el fútbol…
En medio de toda aquella normalidad nunca faltó el trato afectuoso, cercano, con ganas de ayudar de su padre: afectuoso, cercano; en fin: abuelo estupendo y padre cariñoso con una hija que no perdía sus rasgos de ‘justiciera’ por las causas en la que había creído y luchado (y seguía peleando y luchando), poniendo en todo un corazón que se le salía habitualmente en su actuar.
La vida seguía también en un país que comenzó a reconocer que aquello de la guerra había sido un error inmenso. La tele, la prensa, los viejos dirigentes supervivientes de la ‘ruptura’, los intermedios y los actuales coincidieron en mirar hacia delante y no hacia detrás. Tampoco fue un olvido: colecciones enteras de libros y películas (documentales y ficción) se dedicaron a la guerra, a sus prolegómenos y a sus consecuencias inmediatas, se publicaron manuales universitarios, apareció en los programas de historia de enseñanzas medias. No faltaron tampoco encuentros personales entre viejos combatientes en bandos contrarios. Aquello era, fue, una reconciliación social mayoritaria que protagonizaron las nuevas generaciones y que vieron como necesaria las viejas, las protagonistas del conflicto; aunque no faltaron quienes reclamaban la vuelta a la situación anterior a la guerra: como si el tiempo no hubiera pasado, o la historia no hubiera existido.
Años después, en los albores del nuevo siglo me encontré fundido en un abrazo con Teresa, en plena calle, al lado de su casa. Lloraba y se le entrecortaba la voz. Entre sollozos me dijo que acababa de morir su padre… y que a ella se le había pasado pedirle perdón por sus palabras de joven airada aquella tarde en el pasillo de la vieja casa familiar. Había perdido la ocasión de pedir perdón a su padre. Le dije, al oído, la verdad: que toda una vida de afecto era la mejor prueba de que aquello ya no tenía importancia para su padre y que nunca lo había tenido, salvo quizá aquel minuto que olvidaría rápidamente.
Quizá necesitaba saber que estaba perdonada y que su padre supiera también que ella estaba arrepentida de aquello. Si pretendía eso es que le quería un montón. Por eso mismo se sentía inquieta, dolorida, incompleta… pero eso nos pasa con la gente que nos quiere: cuando desaparecen, si los queremos, caemos en la cuenta de que seguimos en deuda con ellos… y que no podremos pagarla, ni pagarles. Tragarse todo eso, aceptarlo, notar que tenemos corazón, es una prueba de que avanzamos. Nuestra generación ha tenido que hacer, como Teresa, esa transición. Y la ha hecho.
Julio Montero