A la carrera actoral de Esperanza Aguirre, volcada desde siempre en la comedia, el sainete y el esperpento, le faltaba un hito que revelara sus dotes dramáticas. Ni Cannes ni Hollywood suelen reconocerlo pero hacer reír es por lo menos tan difícil como hacer llorar, por eso los intérpretes maestros en el primer arte suelen dominar sin problemas el segundo, mientras que la viceversa resulta una planta bastante extraña. Marlon Brando y Al Pacino han fracasado siempre en sus intentos cómicos, sin embargo Jack Lemmon navega igual de cómodo en cualquier género.

 

 

Se ve que Aguirre, cuya dicción proviene directamente de la zarzuela, no ha estudiado a fondo el método Stanislavski, de ahí que el lagrimón que le brotó de repente en los pasillos, asediada de micrófonos, no acabe de convencer a la crítica. En los dramas no es necesario que el actor llore, sino que llore el público. Más bien el llanto duplicaba el descojone, igual que cuando Stan Laurel, el Flaco, arrugaba la cara, se quitaba el sombrero, se rascaba la cabeza y empezaba a gimotear cual plañidera. Seguro que Mariano, cuando le llegue el turno, no va a salirse de su personaje ni un milímetro.

 

 

Era normal que Aguirre se echara a llorar: menudo papelón ha hecho. Ella, que era la hembra alfa del PP madrileño, el ojo de lince del neoliberalismo, termina degenerando en una mujercita burlada y estafada, una Lina Morgan que no se enteraba de nada y con menos vista que un topo. Ella que había regañado a Manuela Carmena una vez, diciéndole que en política se venía llorada de casa, se rompió en lágrimas en el momento más inoportuno, rodeada de testigos y cámaras. Ya le había temblequeado la voz en diferentes momentos de su declaración, emborronando la ilusión de que en realidad estaba hablando Lois Griffin. Logró reprimir el moco hasta que recordó a Ignacio González, al que llamaban su mano derecha, como si alguna vez Aguirre hubiera tenido mano izquierda. Seguramente fue un llanto de rabia, de soberbia al verse apeada del pedestal de Margaret Thatcher al de tonta del bote, reducida al estado catatónico de infanta.

Paso a paso, la ex presidenta reveló un desconocimiento enciclopédico del funcionamiento de su propia gestión que llegó a la ignorancia socrática cuando la fiscal le preguntó si no sabía tampoco que en muchos de sus actos públicos se cobraban comisiones. Ante la disyuntiva de conocer o desconocer los abusos y tropelías de cuadrilla, Aguirre admitió desconocerlo todo. No le quedaba otro remedio que admitir, ante un tribunal público, que habíamos tenido a una inconsciente y a una inepta al frente del PP madrileño durante décadas. El modo habitual de hacer política en un país donde, desde hace decenios, el presidente se entera de sus cagadas leyendo los periódicos. Excepto Mariano, que le echa la culpa al árbitro.

En una entrevista de lo más intempestiva publicada la semana pasada, Cristina Cifuentes reveló que muchas veces se había hecho la tonta para que la tomaran por rubia y así seguir escalando puestos en el organigrama. Por debajo, en las cloacas del poder, burbujeaba el forcejeo entre una rubia que se hacía la lista y otra rubia que se hacía la tonta, una tonta del bote y una rubia de bote. Gracias a ellas, el PP de Madrid está cambiando la piel sin cambiar siquiera de color de pelo. Lógico porque Cifuentes lleva una eternidad metida hasta las cachas en la política madrileña y tampoco se ha enterado de nada. The show must go on, pero entre el oso y el madroño, algunos empezamos a estar hasta la rima.

 

FUENTE: http://blogs.publico.es/davidtorres/2017/04/21/juego-de-lagrimas/