Décadas de monopolio educativo y mediático en Cataluña han demostrado hasta qué punto es eficaz la mentira en el proceso de construir una mentalidad que sirva a ciertos intereses económicos y judiciales, alimentando los delirios más reaccionarios, justificados por un fundamentalismo democrático que tolera o fomenta la tiranía a fuerza de llenarse la boca de democracia. El discurso victimista de un nacionalismo perseguido durante el franquismo ha sido, en buena medida, fuente de legitimación del robo económico y político, al que la mayoría de los responsables parlamentarios y mediáticos ha hecho el juego, y de la propagación de un odio tribal que el optimismo de ese democratismo vacuo y puramente retórico, que parece valer para justificar cualquier cosa, creía superado en la Europa sin fronteras. La realidad es que la palabra democracia ha quedado para disfrazar el expolio, la corrupción y el fanatismo, y bajo su aureola se ha perpetrado, desde antes incluso del año 78, la victoria de la sentimentalización e infantilización de la política y de la enseñanza y, con ello, de despotismos feudales.

La ley educativa del 70 impulsó en la enseñanza un relativismo permeable a la corrección política y, de ese modo, abrió las vías de continuidad para los herederos del franquismo: el neofalangismo bolivariano y los nacionalismos lingüísticos. De un cierre dogmático, muy atenuado ya a esas alturas en las escuelas, se pasó a una apertura ideológica que, en lugar de posibilitar las diferencias de pensamiento sobre la base de una instrucción de calidad y estrictamente académica, hundió a los alumnos de la escuela pública en un vacío en el que cualquier simpleza podía ser legitimada. En ese lodazal en el que todo vale acaban por triunfar los disparates más peligrosos y se desvanece la lógica. Si los fundamentos objetivos del pensamiento racional quedan mudos bajo el imperio de los afectos, las falsedades más espectaculares calan y la postverdad campa a sus anchas. El monopolio del populismo pedagógico, uno de cuyos pilares es la sentimentalización de la enseñanza, como el nacionalismo lo es de la política, llegó como consecuencia necesaria de esas inercias de un país que se empezaba a equiparar a las democracias europeas. En su variante nacionalista, peculiaridad española que se gestó al calor de la Transición, se abrió paso por medio de una ingeniería social educativa y mediática con la cual producir fieles al servicio de la impunidad fiscal y judicial de la casta regional. La mentira de la persecución lingüística funcionó. Y, sin embargo, dos muestras anteriores a 1975:

«La expresión literatura española del cuestionario que antecede debe entenderse siempre que se refiere a las obras escritas en las lenguas castellana, catalana, gallega o vasca» (Cuestionario del Curso Preuniversitario, 8 de agosto de 1963).

«Las áreas de actividad educativa en este nivel comprenderán: el dominio del lenguaje mediante el estudio de la lengua nacional, el aprendizaje de una lengua extranjera y el cultivo, en su caso, de la lengua nativa» (Ley General de Educación, de 4 de agosto de 1970, art. 17.1).

La pedagogía de la LOGSE (1990), ya prefigurada por la ley del 70, dio cauce administrativo a un paulatino vaciado académico e intelectual de la enseñanza en aras de los egos, los afectos y las emociones. En ese caldo de cultivo propicio, el adoctrinamiento nacionalista se sirvió de la lengua propia como alimento del repudio de la lengua común, a lo que se sumó la manipulación de la Historia. La élite nacionalista no encontró obstáculo para producir creyentes, siervos de los caprichos de la alta burguesía catalana que, mientras imponía la ‘democrática’ condena de hacer estudiar sólo en catalán a las clases más bajas, enviaba a sus retoños a los liceos franceses o a los colegios alemanes.

La Ley de Normalización Lingüística de 1983, que oficialmente no permitía la llamada inmersión, estaba vigente cuando se gestó la LOGSE. La colaboración necesaria para sacarla adelante con el apoyo del nacionalismo catalán hizo que se diera sepultura a la legislación del 83, en muchos casos incumplida, y se ofreciera soporte jurídico a una política educativa de exclusión de la lengua común ya en marcha. En 1990, El Periódico de Cataluña publica un programa de las Consejerías de la Generalidad y de CIU para «aumentar la conciencia nacional» donde se habla de «catalanización de los programas de enseñanza». El proceso se completó el 30 de diciembre de 1997 con la Ley de Política Lingüística, aprobada por el Parlamento catalán con el 80% de los votos. Una circular del Departamento de Educación de la Generalidad plasmaba, en 2004, esa confluencia entre la laxitud y la descentralización de la escuela «democrática» -que borraba las fronteras entre instrucción y educación- y el adoctrinamiento de impronta totalitaria: «No basta con que toda la enseñanza se haga en catalán: debemos recuperar el patio, el pasillo, el entorno». Como se ve, el golpe de Estado se fue dando de facto tiempo atrás, acometido en distintas fases a la vista de todos.

El discurso nacionalista es falaz. Desplaza la igualdad ante la ley del plano de los individuos al de las lenguas, con lo que se impone una segregación material de individuos por la compensación de la desigualdad de las lenguas. El mantra del bilingüismo supone una falacia similar, ya que se confía en una igualdad entre dos lenguas que no pueden ser iguales, y que no sufren por ello, más que en los delirios metafísicos de los nacionalismos atascados en fases infantiles del pensamiento mágico. Por eso, incluso la reivindicación del bilingüismo es ya una derrota por admitir la igualdad de las lenguas ocultando la discriminación real de los individuos. La batalla se juega en la defensa de la superioridad técnica y social del español y en la necesidad didáctica de la enseñanza en lengua materna. La restricción a una lengua minoritaria en perjuicio de una lengua global implica limitar la formación de los futuros ciudadanos, que no podrán ser libres e iguales y, por tanto, condenarles a la indigencia intelectual o a la endogamia de la tribu a cargo de la escuela pública, financiada por todos los contribuyentes y que arrastra consigo la fobia a lo español y, por extensión, a los mismos que la pagan. En España, lo particular, legitimado sentimentalmente, invade la escuela pública. Lo común queda reservado para la escuela privada. Si los que disponen de recursos deciden que sus hijos se idioticen en un idioma que sólo podrán compartir con unos miles de semejantes es responsabilidad suya y son ellos los que tienen que pagar el capricho de pequeñoburgués de provincias aburrido. Pero que sean los hijos de las familias que no pueden acceder a la enseñanza privada los que se vean privados de una instrucción en español (pública o común) es una catástrofe generacional.

Como una hemorragia de la llamada nueva pedagogía el nacionalismo se alimenta de esa demagógica sentimentalización de la enseñanza. El ser hace acopio de una densidad ontológica suministrada por los sentimientos, ante los cuales ningún demócrata parece atreverse a rechistar. Sentirse es ya ser. La lengua dota de identidad. El terruño otorga sentido, pertenencia. Es la continuación de la tiranía de las pasiones por otros medios, que aboca a la ignorancia y a la mediocridad a las capas más desfavorecidas, cuyos miembros no pueden acceder más que a una enseñanza pública vaciada por las innovaciones pedagógicas y viciada por los mitos nacionalistas. Esos hijos de la inmigración interior y exterior y de las periferias que fueron entregados a la precarización intelectual porque se les vetó la enseñanza culta en español, idioma que sólo hablaban en contextos vulgares y dialectizados, no pueden ser competencia para los vástagos privilegiados de la burguesía nacionalista catalana. Y quedarán relegados a la categoría de lumpen charnego. La complicidad en ese delito también debería pagarse.

 

 

FUENTE: ELMUNDO